Caricatura de Omar Cruz, aparecida en un libro editado por el gobierno venezolano con una tirada de 500.000 ejemplares.

En la calle Alameda, en el pleno centro de la urbanización La Campiña, apenas a una cuadra de la sede principal de Pdvsa, hay una modesta plaza en forma de rotonda coronada con un busto a un casi desconocido personaje llamado Francisco Dalla Costa Soublette. Mirando su nombre en la recopilación de biografía que la Fundación Polar hace del personaje, nos hallamos con un prodigio angostureño del siglo XIX: tres veces gobernador, impulsor del urbanismo, el agro y la ganadería, así como también de la explotación minera de la zona, además de ser un gran protector de los indígenas de Guayana…

Nada de lo antes dicho aparece en la placa que adorna el pedestal que se erige en su nombre; lo único que se destaca de él es el hecho de ser el primero en haber levantado la primera plaza en honor a Simón Bolívar en el país.

El ejemplo anterior ilustra el paroxismo de lo que en Venezuela se ha denominado el culto bolivariano, una religión, que como cualquier otra, también tiene su decálogo –santificado en las leyes nacionales– donde cada transgresión se paga… y caro.

Seguid el ejemplo que Caracas dio

El paso de la Venezuela provincial a la República, pasantía de por medio por la así llamada Gran Colombia, supuso la imposición de la separación de la Iglesia y el Estado, lo que arrinconó paulatinamente al catolicismo, proceso que continúa hasta nuestros días, con la abierta promoción de cultos afroamericanos o del mismo protestantismo. Las tentativas de crear una iglesia nacional, sin obediencia al Vaticano, vieron su último -y fallido- intento en 2008 con la así llamada Iglesia Católica Reformada de Venezuela, encabezada con clérigos adeptos al chavismo, emulando así una primera en el año 1874, cuando Guzmán Blanco se enemistó con la Santa Sede y trató de crear un cisma a toda luz infructuoso, como lo reportan Contreras y Sánchez (ULA, 2006). No obstante, estos objetivos no han calado, como sí lo ha hecho la llamada religión civil o republicana, con el culto a Bolívar como eje central, quizá lo único en que la revolución ha conservado del ancien régime.

En el funcionalismo, según Malinowski, «cada costumbre, cada objeto material, cada idea y cada creencia desempeña un papel vital y tiene una tarea que cumplir». Así pues, una vez que uno de estos elementos cambia o desaparece, la función social es asumida por otros. Así, algo tan esencial para la política en los pueblos occidentales como el cristianismo encontró formas de mantenerse latente en las leyes de las recién nacidas repúblicas laicas, aunque veladamente.

En las nacientes repúblicas hispanoamericanas, el papel de dioses y mesías supletorios fue atribuido –incluso cuando aún estaban vivos muchos de sus compañeros de lucha– a los próceres republicanos, específicamente a los capitanes del bando ganador en la guerra civil en la que se convirtió la secesión de los virreinatos americanos y la Corona Española.

En palabras de Pino Iturrieta (2006), en Venezuela se concibió la República en torno a una actitud religiosa -denominada por él «religión civil», en términos de respeto a los símbolos que la representan: principalmente implicó la reverencia a la bandera, al escudo y al himno como manifestaciones de la idea de una patria hispánica diferenciada de sus vecinos, y luego el culto a los héroes.

Pero así como todas las religiones monoteístas contemplan el pecado de la blasfemia, es decir, la difamación y profanación del nombre Divino, que se penaba con la lapidación o decapitación –de ahí su calificación de pecado mortal–, la religión civil también impone castigos a quien ose a cuestionar la figura de uno de los héroes más controvertidos del siglo XIX, Simón Bolívar, personaje que terminó siendo repudiado en Caracas -el llamado pecado parricida de Venezuela– y expulsado de Bogotá con gente gritándole «fuera longaniza» por las calles.

El niño Simón Bolívar tocaba alegre tambor

«Cuando Bolívar nació / Venezuela pegó un grito / diciendo que había nacido / un segundo Jesucristo», dice uno de los versos más conocidos de Mitiliano Díaz en su parranda Viva Venezuela, popularizada por Un Solo Pueblo (Volumen 4, 1982, lado B, tercer surco) que ilustra bien esa devoción que nos viene por todas partes: desde la toponimia, las efemérides, la moneda, la cultura popular y el nombre que le otorgó la Constitución de 1999 a la nación.

Este culto a Bolívar –según Carrera Damas (1973)– se inicia con el presidente José Antonio Páez, cuando, buscando un aglutinador de ideas en una Venezuela amenazada por guerras internas y montoneras, trae finalmente a Caracas los restos de don Simón, en 1842.

Este culto encuentra un segundo impulso en 1883, cuando el presidente Antonio Guzmán Blanco, con motivo del centenario del nacimiento de Bolívar, traslada sus restos de la catedral de Caracas y lo eleva literalmente a la categoría de dios al suplantar el altar mayor de la iglesia de la Santísima Trinidad por la tumba del general venezolano. Los nichos donde había vasos sagrados fueron también sustituidos por las cenizas de otros héroes de la Independencia, ahora convertidos en deidades menores o santos.

Pino Iturrieta habla de una tercera etapa del paroxismo del culto al héroe caraqueño cuando la Asamblea Constituyente de 1999 incluyó un artículo que cambiaba el nombre de Venezuela por el de República Bolivariana de Venezuela.

Langue (2008) se hace eco de los pensamientos tanto de Pino Iturrieta como de Carrera Damas: «La imagen del personaje [Bolívar] es la de un defensor de la ideología liberal durante la Guerra de Independencia». Sin embargo, prosigue explicando que luego «un tono conservador del pensamiento bolivariano se impone». Así bien, en un batiburrillo ideológico, Bolívar termina siendo un defensor del los valores fundamentales del capitalismo para unos y, para otros, un promotor del antiimperialismo y del socialismo, todo a la vez… y fuera de contexto.

Calzadilla (2004 citado en Langue. 2008) piensa que el bolivarianismo como religión cívica también ha creado un «museo itinerante», cuyos objetos o símbolos implicados forman un mito oficial de Bolívar con imagen.  Así vemos que las guías turísticas de toda Venezuela destacan como patrimonio digno de ver cuanto árbol sirvió para colgar su hamaca y en cuanta vivienda durmió o festejó: recordamos, por ejemplo, la polémica que generó en los noventa cuando se cayó la llamada Casa de las Muñecas, de la carrera 17 en Barquisimeto, y el coro de lamentaciones no por su valor arquitectónico, sino porque allí «había bailado Bolívar» a pesar de que la construcción databa de los años 30 del siglo XX.

Asimismo, asociar el nombre de Bolívar a cualquier persona, ya sea un personaje histórico o uno actual –sin caer en polémicas sobre el uso político que se le dio a finales de los 90 por parte de la izquierda venezolana– es consagrarlo. Así pues, al más importante filólogo, jurista y escritor venezolano del siglo XIX, don Andrés Bello, es más recordado como «maestro del Libertador» que como el autor de la Gramática de la lengua castellana para el uso de los americanos, la segunda más importante después de la de Nebrija.

Esa imagen de semidiós que exhibe de su héroe el culto bolivariano contrasta con el hecho también de que el aludido era una persona con los pros y contras de su condición de mortal y de su época: un militar en una guerra civil, sangrienta e ilógica como es la naturaleza de todo conflicto bélico, es sujeto de pasiones, de engaños y de excesos como los sucedidos después del Decreto de Guerra a Muerte de 1813 o en la llamada Navidad Negra de Pasto de 1822.

Exaltad su santo nombre

En la Gaceta Oficial número 6718, del 28 de octubre de 2022, se publicó lo que sería una reforma a la Ley de Uso  del Nombre, Títulos, Firma y Efigie El Libertador y Padre de la Patria Simón Bolívar (sic), que en realidad es una reforma de otra con similar nombre, pero más corto, que venía desde 1968.

Llama la atención que esta ley señale, en el Artículo 1, tiene como objetivo «exaltar, honrar, defender, resguardar, proteger y regular» el legado bolivariano, como valor fundamental de la República y como «patrimonio histórico material e inmaterial de la Nación». Ese objetivo se reitera en el artículo 2 y se amplía con tres numerales más en el que se nos obliga a preservar el patrimonio histórico de la Nación; a mantener la uniformidad del nombre, los títulos, la firma y la efigie de Bolívar; así como también la doctrina de su ideal.

Si bien la ley de 1968 hablaba de «venerar» la figura de Bolívar, como una obligación a los venezolanos –a los extranjeros se les impelía a «respetar»–, lo que la referencia religiosa era aún mayor y por lo tanto su aplicación era más ambigua; en la actual, el artículo 5 nos dice: «Es deber de todas las venezolanas y venezolanos formarse en el pensamiento y doctrina bolivariana, así como exaltar y honrar a El Libertador y Padre de la Patria Simón Bolívar (omissis)».

La introducción del «respeto a la uniformidad» de la efigie y de la doctrina bolivariana nos pone en arenas movedizas. ¿Cómo se exige uniformidad a la imagen de un personaje que hasta el 2012 tuvo una cara y ahora otra? El artículo 7 nos dice, en consecuencia, que es la imagen que determine como oficial el Ministerio del PP del Interior, Justicia y Paz, a cargo del almirante Remigio Cevallos Ichaso. ¿Acaso esto no es una imposición que limita la creatividad artística? ¿Dónde queda el derecho a disentir que consagran todos los pactos y convenios relacionados con la Libertad de Expresión y de Pensamiento? Por otro lado, ¿dónde queda la crítica histórica de la academia? ¿Existe una formulación específica de la doctrina bolivariana, cuando el mismo Bolívar al principio era masón y anticatólico, y al final de sus días no tanto, por citar el ejemplo menos controvertido? ¿Con cuál Bolívar nos quedamos?

El ultraje en la religión republicana -el equivalente a la blasfemia de las fes monoteístas– tiene apenas una sanción pecuniaria y no hay decapitación como todavía se practica en algunas regiones del Medio Oriente. Sin embargo, la multa es altísima: según el artículo 11, quinientas (500) a mil (1.000) veces el tipo de cambio oficial de la moneda de mayor valor, es decir, entre 666 a 1.332 dólares, si tomamos en cuenta que el billete de 50 bolívares al cambio BCV equivale a 35,7 hoy 22 de diciembre de 2023, toda una fortuna para un país donde los sueldos básicos se hallan entre los más bajos del continente.

De igual forma, la ley del 1968 contemplaba multas cuyos montos se volvieron ridículos con el tiempo, pero en la práctica al menos hubo un caso en que al que «ultrajó» la imagen de Bolívar se le dictó auto de detención: en 1983, en el contexto del llamado Viernes Negro, la revista Resumen publicó una imagen de un billete de 100 bolívares donde a don Simón le pintaron un ojo morado. A su director, el polémico Jorge Olavarría, Invocando la Ley Orgánica del Distrito Federal, ordinal 113 Artículo 6, el entonces Gobernador Rodolfo José Cárdenas, ordenó la detención por quince días por haber ofendido «gravemente» la imagen de Simón Bolívar, en la portada del número XXX-VII, del 13 de marzo de 1983.

La medida de prisión que debía dictársele a Olavarría en un plazo de quince días, subió repentinamente a 52, cuando el prefecto de Petare (suburbio de Caracas), general retirado Rafael Vale-Coll, consideró que no iba a «perder esa oportunidad» de atrapar al prófugo, y que la consideración del uso de la Ley de 1968 del nombre, la efigie y los títulos de Simón Bolívar, a pesar de una pena prevista para de mil bolívares, dinero muy ridículo para el cambio de época por cierto.

Durante varios días, Olavarría estuvo huyendo hasta que el 10 de marzo, hasta que, mientras en prestaba declaración en la Fiscalía General de la República, los agentes de la DISIP y la Policía Metropolitana detuvieron al editor de Resumen tras allanar el organismo público y. Como en tiempos de la Inquisición, Olavarría fue encarcelado por faltarle el respeto a una deidad, no la que mora en los altares, sino aquella sacralizada en el mero «corazón» de la Patria.

Alerta que camina…

Leyendo las razones por las cuales en Venezuela se condena a un periodista o a un artista por una expresión que resulta chocante a la sensibilidad patriotera hallamos cierta superposición con el lenguaje religioso: reverencia, respeto, ultraje u ofensa son también sinónimos de culto o adoración y de blasfemia o pecado, por lo que el concepto se equipara y el texto forma intercambios entre lo religioso y lo secular en lo político.

El sentido religioso y la devoción con que se manejan conceptos como héroe –así como también el de bandera, escudo o himno–  no hace sino confirmar nuevamente la existencia de una «religión civil», con todos los peligros del mundo de las percepciones e interpretaciones que una misma religión puede hacer de sus objetos de culto.  Es un fenómeno que lleva casi dos siglos en Venezuela, país que sucumbió a la tentación de tener una especie de veneración girando en torno a Bolívar, y que se profundizó en los últimos tiempos, pero con la salvedad de que en estos días sólo han quedado meras amenazas al respecto.

En un país donde la imagen de una persona se considera la base fundamental de la identidad nacional no cabe duda de que esta  puede ser utilizada para manipular adeptos y acallar la disidencia política en una sociedad polarizada, donde hay un sumo sacerdote del culto bolivariano, que no solo es heredero de quien se puso los huesos del prócer ante las cámaras de televisión, sino que, además, tras su muerte declaró: «Si nuestro comandante supremo Chávez había sido bautizado como Cristo Redentor de los pobres latinoamericanos, nosotros somos sus apóstoles, nosotros somos sus apóstoles, y nos vamos a convertir en los protectores de esos necesitados».  Y hasta aquí llego, porque «aquí no se habla mal de Chávez».


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