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Pesebre y polis

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El pesebre es una tradición cristiana muy arraigada, que conviene continuar con fidelidad creativa. Francisco de Asís fue pionero por allá en el siglo XIII y desde entonces en el mundo católico se multiplicó en las más diversas expresiones culturales. Se lo monta en hogares e instituciones y hasta genera festivales como la ya tradicional Feria del Pesebre de Coro. Junto al más formal con proporciones y simetrías estrictas, los pesebres “ingenuos” ofrecen mayor riqueza expresiva y generadora de espontaneidad.

El profeta Isaías fue un experto en dibujar los tiempos mesiánicos en un Israel golpeado por graves reveses pero reanimado por firmes esperanzas. Exiliado y aplastado por imperios, las profecías abrían al Pueblo de Dios horizontes cuajados de bienestar y paz, asegurados por el bondadoso Omnipotente. La paz perfecta era la gran promesa; paz universal cubriendo seres humanos y animales, naturaleza y campo de la libertad. “Forjarán (los pueblos) de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra” (2, 4). El papa Francisco en su encíclica ecológica Laudato Si´, acuñó el término comunión universal para designar “la amorosa conciencia” humana de conexión, unión, con las demás criaturas (LS 22). Isaías imaginaba futurísticamente esa conciencia así: “Serán vecinos el lobo y el cordero …, el novillo y el cachorro pacerán juntos y un niño pequeño los conducirá … el león como los bueyes, comerá paja. Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid, y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano. Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra está llena del conocimiento de Yahveh” (11, 6-9).

Si el Génesis luego de relatar la creación describe el pecado como múltiple ruptura, el libro de Isaías subraya la promesa de tiempos mesiánicos de feliz re-unión. Jesús los ha inaugurado con su presencia liberadora y promete su plenitud en los cielos nuevos y la nueva tierra, la nueva Jerusalén, la perfecta y definitiva polis de que habla el Apocalipsis (Ap 21). Ese inicio y promesa han quedado para los discípulos de Jesús como compromiso desafiante para el tiempo del peregrinar histórico hasta el regreso glorioso del Señor: construir la polis terrena como convivencia de encuentro, compartir, solidaridad. De una paz que es simultáneamente don de Dios y producto de la libertad humana. “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”, leemos en el Sermón de la Montaña.

El pesebre teje alrededor de la Sagrada Familia un rico entorno ecológico que hospeda una variada comunidad de pastores, artesanos, agricultores, sabios, soldados, técnicos, artistas; de niños y gentes de todas demás edades; de militares que no maltratan y mercaderes que no explotan. Todos caben y a nadie se excluye.  En los pesebres ingenuos se van introduciendo personajes, animales y cosas, porque todo es bueno, como Dios dijo al contemplar lo que había hecho (Gn 1, 31). Volúmenes y pesos no importan, tampoco lo sofisticado de las cosas y las jerarquías de poder, porque todo se igualan ante la mirada amorosa divina.

No estimemos el pesebre como un simple adorno o una cualquiera representación religiosa. Es, en efecto, una escuela de la convivencia (familia, pueblo, ciudad nación, mundo) que Dios quiere; una invitación a todos, cristianos y no, a construir una polis fraterna y cultivar un hábitat amable, amistoso. Es, también, una denuncia de toda forma de soberbia, avaricia y violencia.

Frente al pesebre, ¿cómo no sentirnos desafiados por una realidad nacional de seis millones de compatriotas exiliados por nuevos herodes, de millones de prójimos venezolanos oprimidos por la intolerancia y hegemonía de un poder destructor prepotente? ¿Cómo no sentirnos interpelados por las indiferencias, injusticias e inclemencias en nuestras relaciones humanas? ¿Cómo no actuar una conversión ecológica hacia el respeto, cuidado y armonía con el ambiente?

El pesebre simboliza la polis que Dios nos manda edificar. Y de la cual hemos de rendir cuentas.

 

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