Uno es un poco maniático, ¿qué le vamos a hacer? No todos padecen este mal, claro. Hay gente normal, sin manías ni supersticiones. Conozco a tipos que estudian con antelación el calendario y rezan para que el día trece no caiga en martes. La verdad, no entiendo qué hace que uno sea como es. Los individuos normales ignoran los problemas de que padecemos los maniáticos o supersticiosos.
En el fondo, los supersticiosos arrastran una cultura mágica de las fuerzas oscuras y el azar que, digámoslo así, los comunes se pierden. Un espejo roto significa para ellos vivir siete años de mala suerte; una escalera apoyada contra un muro solo puede traer problemas por un descuido a quien pase debajo. Yo creía en los tréboles de cuatro hojas, y aunque ahora me río, recuerdo que pasé de crío muchos nervios en el campo queriendo ser rico si veía uno de cuatro hojas. Digo creía porque yo no he visto ninguno ni tampoco soy millonario. Lo mío no es superstición, lo mío es mala suerte.
Todo empieza de repente sin que uno sepa cómo ni por qué. El caso es que sucede. Lo peor que puede hacer es negarlo. Yo lo reconozco. Tengo manías y supersticiones. No tengo muchas supersticiones, la verdad. Para empezar, no me asustan los gatos negros ni soy triscaidecafóbico. Creo, sin embargo, que un mes del año se porta mejor conmigo que otro. Me gusta oler los libros por dentro si son nuevos. Espero que la gente me responda al saludar “buenos días” o “buenas tardes” y me quedo mal si la gente no lo hace. Soy adicto a los informativos de televisión y veo uno o dos al día. Subrayo mis libros. Necesito silencio y soledad, pero busco ruido y compañía. Cuento las palabras de cada columna que escribo y si el total cae en 7 o cae en 9 no lo concibo. Hago lo imposible para cambiar ese resultado maléfico y convierto el texto a un número par aunque también admito una columna acabada en 1, en 3 o en 5.