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Abril 23, 2025


Los cortesanos y sus espacios políticos

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“Reconstruir la nación” para reconstruir la patria y su prístino sentido –ser libres, como debemos serlo, diría Manuel José Sanz – “no es tarea de ingenuos ni de necios”. Eso nos lo recuerda José Rodríguez Iturbe, con quien comparto intelectualmente el desafío de la afirmación, para tal propósito, de una conciencia de nación todavía ausente en Venezuela. 

Pepe abunda la cuestión con sólidos fundamentos éticos e históricos, a la luz de los intentos de transición que hemos conocido desde los tiempos de la Cosiata. Su texto, “Venezuela: la persecución de la sombra” es luminoso. Lo afirmo sin ambages. Me basta una consideración suya, su alerta para que blindemos la significación del desafío pendiente y agonal: “La ambición sin control acompaña el enanismo histórico de ciertos pretendidos dirigentes. Los liderazgos pigmeos o incapaces suelen intentar cubrir la desnudez de sus limitaciones acudiendo a la fuerza de los mitos”. Y estos, que son varios y han hipotecado nuestro devenir, han de ser enterrados.

En mi discurso leído ante la Academia de Mérida en 2022, “La conciencia de nación: Reconstrucción de las raíces venezolanas”, apelo a distintas enseñanzas valiosas que veo en síntesis mejor acabada y armoniosa dentro del relato intelectual de Rodríguez Iturbe. Cito el esfuerzo regenerador descrito por don Andrés Bello, quien, al referirse a la consistencia durable y socialmente modeladora de nuestra nación y su sistema político alude como causa, justamente, el “malogramiento de las minas”. Lo que impulsó, de modo particular a nuestra generación fundacional y universitaria – la de 1810 y 1811, vituperada luego por el Padre Libertador, hombre de armas y de alma espartana – a labrar “ocupaciones más sólidas, más útiles, y más benéficas”. Es un precedente que adquiere inusitada actualidad, tras la desmaterialización de la república y la pulverización de nuestra nación, que migra hacia afuera y hacia adentro.

Luego hago presente a Ernesto Mayz Vallenilla, filósofo y rector universitario, quien al hablar de nuestra “conciencia cultural” como venezolanos, observa que ese “examen de conciencia” se ha de trocar, si se busca alcanzar el objetivo, en “nuestro propio examen de conciencia”, ese que debemos hacernos cada venezolano. 

José Gil Fortoul, al abonar sobre este asunto opta por poner su énfasis en “el sentimiento nacionalista” que se caracterizaría por el logro de “la comunidad de historia y la armonía de tendencias intelectuales y morales”, sin desdecir de la propensión a que nuestra conciencia se siga afirmando en lo presente; pero en un presente entre memorioso y utópico para que pueda poner su norte en el porvenir. Al efecto, previniéndonos sobre nuestros mitos históricos, como el de Sísifo, que nos vuelve adánicos, dice el autor de la obra que encabeza estas apuntaciones que “grave cosa sería tomar el mito político –distinto de la sana utopía– como técnica de poder. Es lo que han hecho los sistemas negadores de la dignidad de la persona humana”. Desterrar a la mitología es y se vuelve exigencia fundamental.

A todo evento, que las naciones necesitan “conciencia de sí mismas” para poder construir “algo digno y durable” lo piensa el trujillano don Mario Briceño Iragorry; conciencia de unidad, agrega Rafael Caldera. Es decir, que, mediando una unidad de origen, lengua y religión y gradaciones varias en el mestizaje común, la diversidad nuestra sería un hecho irrevocable y también de realidad en el arraigo local; mientras que la unidad es producto de la conciencia, que es lo primero y adquiere su concreción en la idea de la “voluntad de nación”, según el expresidente. 

Así que, en búsqueda de nuestra “conciencia de nación”, desde el nicho de la diversidad lugareña y la pluralidad cultural que nos nutre, cabe, en fin, el oportuno consejo de otro mandatario venezolano, Carlos Andrés Pérez. Predica la urgente de “ir a la franqueza abierta, plasmando la armonía de la acción con los ideales [hacer en el presente con ánimo creador, mirándonos en las raíces sin petrificarnos en ellas]; ello, si de veras no queremos prorrogar el engaño de una mera simulación de comunidad ni robustecer por más tiempo los egoísmos excluyentes… saltar sobre una concepción nacionalista miope, que erige alambradas de púas…”, señala.

En suma, diría que, pendiente la grave tarea de constituir a la nación para rehacer la república o acelerar su paso para que no persiga más su mera sombra –vale el giro de Rodríguez Iturbe– y “como reto de larga dimensión pedagógica”, han de curarse sus artesanos, además, de la desviación maquiavélica que siempre ha conjugado en Venezuela a favor del Príncipe. La génesis venezolana, la que estuvo a cargo de nuestros padres fundadores de levita, miró primero a la nación en cierne, decantada a lo largo de trescientos años, para contener al poder y la nación emancipada, en su experiencia embrionaria ciudadana, por lo mismo, fue familia, fue localidad, fue municipalidad, fue tributaria, antes que del espacio, del valor eminente del tiempo transcurrido en la vida de los pueblos.

No ha sido esta, malgré tout, la constante venezolana tras las guerras de independencia y la guerra federal que anegaron el resto de nuestro siglo XIX, dejando huella venenosa indeleble sobre el devenir de nuestro siglo XX. El XXI, se inaugura – regresivamente – como el de los espacios políticos sin memoria ni grandeza, remedos de nuestra ruralidad decimonónica.

 

 “Dolorosa es, vista en su conjunto, la elipse histórica de esa madre común que se llama Venezuela”, observa Rodríguez Iturbe. Mas precisa, enhorabuena, que no nos han faltado las horas de luz y por ello, así como podemos recrearnos como nación en las memorias de Bello, de Fermín Toro y de Cecilio Acosta, paradigmas de nuestro siglo inaugural republicano, también restan las enseñanzas de los hacedores de civilidad que he mencionado, entre otros tantos y en el siglo precedente, modernistas y posmodernistas hasta alcanzar a la generación de 1928, José Rafael Pocaterra, Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco, Augusto Mijares, Ramón Díaz Sánchez, Arturo Uslar Pietri, Juan Oropesa, Rómulo Betancourt, muestrarios de nuestras generosas ilustraciones. Empero, todos a uno fueron proscritos a partir de 1999, cuando intenta reinventarse a la nación que buscamos ser y cuyo ser es siempre inacabado, dentro de moldes autoritarios, degenerativos del tutelar bolivariano, y el de la corrupción criminal.

Permanecen, eso sí, los cortesanos y sus escribanos; esos que aún mantienen en procesión y en un camino sin final hacia el camposanto a esos dos cadáveres dejados a la vera por las revoluciones civiles y populares de 2023 y 2024 – las elecciones primarias y las elecciones del 28 de julio, obras de una nación que se hace y rehace, abrogando taras y sin el complejo del absoluto. Se trata, justamente, de los cirineos de la república de Tocorón, administradores de un tiempo ido y en quiebra. 

Son los feligreses de esos mitos agotados y desnudos que han opacado nuestra historia como república, mediante el sojuzgamiento de la nación y de su derecho a ser libre, no solo independiente. Son los mitos del dictador o césar necesario y el de El Dorado, a saber, los de la Venezuela que, en las interesadas creencias de sus mandamases políticos y de sus entornos crematísticos, es un mero “espacio de poder” y codiciado “botín de guerra”. Para ello, a su orden, siempre han contado con el servicio de un teólogo de las encuestas, que de tanto en tanto renueva como dogmas de fe a esas desviaciones de la humana condición. 

Son sordos a la admonición del historiador y expresidente Ramón J. Velásquez – “el pueblo dejó sus casas y se fue a las calles para no regresar” – e insisten en coludir con el gendarme que totaliza y manda en la sedicente república de Tocorón para que les prodigue «espacios». Miden el tiempo mezquino de sus propias existencias, sin grandeza histórica. Se mueven al ritmo de bajamar y de pleamar, diría Rodríguez Iturbe o el de la liquidez moral, según Zygmunt Bauman. 

Unos se dicen preocupados por la dignidad de los venezolanos migrantes y acusan airados a la Casa Blanca, mientras callan ante las tumbas y desaparecidos de la empresa criminal cuyos dineros de sangre redireccionan, con experticia reconocida, sobre plataformas bancarias alternativas y en cuentas offshore

Hago mías, salvando distancias, las palabras de Cecilio Acosta, hombre tolerante, pacífico, modesto, de acerada pluma, “cuna de tanta idea grandiosa” en el decir de José Martí, quien supo recogerse a la manera de un monje de clausura cuando le llegó la hora del desprecio por los cortesanos de Antonio Guzmán Blanco: “¿Si la república consiste en que la acción y protección de las leyes alcancen a todos y en que de todos sean los derechos políticos activos y pasivos, por qué aparecer como apóstoles de un sistema de exclusión? ¿Cómo ha de ser racional, después de tanta sangre derramada… después de tantos martirios por los principios, abandonar la causa de estos por sostener a un hombre? No me lo explico».

correoaustral@gmail.com 

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