Algo que pocos saben es que el jardín del edén fue real. Sí, lo fue, pero no en la forma literal del Génesis, sino metafóricamente: la infancia y la niñez, en donde somos adorados por ser, es el paraíso en la tierra; en la adolescencia y adultez temprana la serpiente de la razón suspira en nuestro oído sobre la manzana que promete ver al mundo detrás del mundo; y, por último, en la adultez consolidada, la manzana yace devorada y discernimos la diferencia entre lo posible y lo actual, vemos frente a nuestros ojos un mundo de estaciones, subes y bajas, convergencias y divergencias, donde somos responsables de absolutamente todo. En este artículo hablaremos de cómo navegar la vida tras la manzana, esa vida práctica que funge de caída en el juego donde, incluso sin querer participar, se participa.
Como en todo juego, lo primero que hay que conocer es el contexto en el que se desenvuelve. En tal sentido, la vida práctica no tiene nada que ver con la vida espiritual o la indagación filosófica. La vida práctica, al ser nosotros seres gregarios, tiene identidad con los elementos amorales de la vida social y cómo estos se interconectan con nuestras necesidades físicas y psíquicas. El punto de partida de esta vida es la inercia; la satisfacción inmediata y reactiva de las necesidades fundamentales para la sobrevivencia. No obstante, el problema es que, a la medida que nuestras necesidades ascienden por la famosa pirámide de Maslow (una necesidad satisfecha es reemplazada aritméticamente por una de mayor complejidad), nos percatamos que la inmediatez y la impulsividad no conducen a satisfacer necesidades más elevadas; la atención a la realización personal, la autopercepción y la necesidad de afectos requiere, sobre todas las cosas, de inteligencia bien empleada y con una clara intencionalidad.
Ahora bien, la vida práctica tiene sus reglas y las mismas podrán, en ocasión, parecernos obvias, pero no son lo suficientemente obvias para que dejemos de resistirnos a lo que nos sugieren, pues las mismas no se alinean con los ideales y la integridad que pudimos haber tenido en el edén. Todos nos enfrentamos a la disonancia entre el recuerdo de un mundo ideal y la caída que representa el mundo actual. Todos hemos pensado en que somos los hijos de Dios y que somos el centro del universo, solo para ser exiliados a un cosmos de intereses divergentes y voluntades en fricción en donde todos participan del mismo recuerdo y pensamiento: el excepcionalismo de nuestra existencia.
Las reglas de la vida práctica están en el extremo opuesto de todo lo que nos parece “natural” o “de fábrica”. Esto es así porque la vida en sociedad requiere de dos cosas: el reconocimiento de las motivaciones detrás del accionar humano, por una parte, y, por otra, la comprensión de que tratar con otros y con nosotros mismos es un arte que requiere de esfuerzo y maestría. Indistintamente de los escenarios y las conjeturas, tenemos como reglas:
- Intención, no azar – Propósito propio por encima del legado: nuestras vidas empiezan desde la inercia, una inercia suficientemente estable para nosotros poder crecer y forjar algo distinto. Provenimos de una familia, una cultura, un lenguaje y una manera de hacer las cosas. Estos elementos son pilares para asentarnos sobre el quehacer humano, pero tienen sus limitaciones para la consecución de nuestro destino. Simplemente no es igual trabajar por metas y aspiraciones que no son nuestras, por lo cual, dado a que la vida práctica debe tener un norte sobre el cual proyectar estrategias, las probabilidades de éxito son mayores si, en el camino que se trace, la convicción sea lo más cercano a lo absoluto, a una fe religiosa sin parangón.
- Praxeología, Sí. Ideología, No: la praxeología, en palabras de bolsillo, es la descripción de patrones comunes en el actuar de las personas como seres humanos. Todos operamos desde la insatisfacción. Todos hacemos o deshacemos con base a un calculo de incentivos y castigos. Todos tenemos cosas sobre nosotros mismos que nos cuesta admitir. En la vida práctica no lidiamos con un deber ser utópico que tenga como destinatario a los ángeles; nosotros lidiamos con seres de carne y hueso, llenos de aspiraciones, inseguridades y contradicciones. Por ello, no podemos nadar en contracorriente a la naturaleza humana de cara a la consecución de los objetivos. Lo humano, ciertamente, es el arte de lo posible, pero basado en las potencialidades delimitadas que nos ha dotado la Providencia. No rehuyamos de nuestra ambigüedad. Por lo contrario, ahondemos en ella, apelemos a lo excelso y lo vano en igual medida.
- La Proactividad Vence a la Reactividad Siempre: nuestra disposición de base es entender que la vida es algo que nos pasa y, por ende, no podemos controlar. Los sucesos se dan y reaccionamos; actuamos, sonreímos y nos lamentamos de acuerdo con lo que dicte la circunstancia. A diferencia de esto, en la vida práctica se decide dejar de reaccionar todo el tiempo y se empieza a orquestar metas, iniciativas y escenarios. Acá se voltea la fórmula: nosotros le pasamos a la vida, nosotros nos volvemos en agentes catalizadores. Decidimos definirnos en vez de que nos definan.
- Antes de que se Trate de Nosotros, se Trata de los Demás: habíamos hablado anteriormente de que somos seres gregarios que tienden a relacionarse y que, de alguna forma u otra, todos accionamos desde nuestras necesidades. Lo irónico de ambas premisas es que, a partir de las condiciones naturales de la niñez, tendemos a llegar a ser jóvenes adultos que viven de verse al ombligo. Tenemos una impronta que nos hace pensar que todo se trata sobre nosotros, lo que queremos y lo que nos hicieron. Somos irremediablemente egoístas y, por giros del destino, nos es absolutamente necesario dejar de serlo, porque nuestros mayores éxitos y satisfacciones dependen de nuestra capacidad de colaborar y resolver necesidades ajenas para que, a su vez, otros resuelvan las nuestras.
- Introversión para la casa y el retiro, perspicacia para la calle y la acción: en la vida práctica no se puede tener la cabeza debajo de la tierra o perdida en paisajes oníricos. Se debe ser observante y analítico del entorno: las personas y las interacciones que están transcurriendo. La oportunidad abunda para el que está dispuesto a salir de si mismo y, de hecho, escuchar a quienes están afuera. Prescindamos de nuestro ego y opiniones por un momento y vivamos bajo la piel del otro.
- La autenticidad sin gloria es la madre de la soledad: ser nosotros mismos es un credo que se refuerza de forma idealista por una cantidad inmensa de productos culturales: películas, libros, etcétera. Este credo, en su versión infantil, solo aplica, si acaso, en la relación entre nuestros padres y nosotros. Fuera de ahí, hay cualidades deseables e indeseables. La meta en la vida práctica, con base al amor propio, es fortalecer las cualidades positivas que tenemos y mitigar las negativas. Sonará duro, pero nadie está obligado a soportar el malestar perenne derivado de la miseria irresoluble que podamos tener. En igual medida, nosotros no tenemos el por qué soportarlo de otro.
Estas reglas deberían servir de fundamentos para ese campo de guerra que es la vida en comunidad erigida en civilización. Ese manojo de interacciones, concertaciones y desavenencias son producto de la esencia misma del hombre: su necesidad, raciocinio y su uso de ideas y palabras como instrumentos igual de prácticos que las herramientas más rudimentarias. Todos queremos algo. Todos nos percatamos de lo finito de la satisfacción y lo eterno del deseo. Esto es lo que nos impulsa hacia nuevos horizontes hasta que nos agotemos, pero, mientras esa hora llega, la vida solo le pertenece al que aprovecha los dotes de su conciencia para la exploración de su propio potencial. La oportunidad para ello es solo una, aquí y ahora, bajo las condiciones que hayan tocado. Estar presente a cabalidad ante las fuerzas del caos en la búsqueda de manifestar nuestra voluntad, indistintamente de que todo se caiga a pedazos al final, es atreverse a saborear la vida en su máxima expresión.
@jrvizca