“Lo que he sufrido y nada, todo es nada » (Miguel Hernández)
He tenido que vivir mucho para darme cuenta de una cosa. La verdad es que no ha resultado fácil. Uno piensa que a los demás les va a gustar oírte decir que has ganado algo, que eres el mejor en esto o aquello, que tu hermano ha sido elegido para dirigir un proyecto…, pero no es así. Las cosas no son lo que parecen.
Cuando alguien te cuenta su logro, te narra el acontecimiento dándose tiempo para el regocijo, hay una luz en tu interior que se enciende. La voz de tu compañero o compañera se ralentiza mientras sorprendido contemplas lo lento que pasa el tiempo y, si encima tienes mala suerte, te fijas en la cara, en lo bien que se lo está pasando el bandido o la bandida, al rememorar el momento del éxito que te está describiendo ahora mismo con multitud sobrante de matices. A ti te está pasando algo porque te notas incómodo, como si te entrase odio, una pizca de odio y nada en el aire invita a cambiar de tema rápido. Desesperado buscas un distractor, una excusa para evitar más dolor. Te da la risa al pensar que eres incapaz de soltar «hace muchísimo calor hoy, ¿no? «, «¿has tomado ya café? «, «¿no es aquel el músico? «. Te quedas y aguantas un poco más.
Cuando por fin te zafas del enemigo o enemiga reflexionas sobre lo que has vivido y te sientes mal. No sabes qué hace que te disguste el hecho de que alguien te cuente cosas buenas de sí mismo o de sí misma ¿Qué pasa? ¿Por qué no puedes alegrarte del triunfo de otra persona? ¿Qué convierte a un individuo o individua en intolerante al éxito ajeno?
Creo que quien exhibe un logro propio ante los demás, falta a una regla no escrita de elegancia si no cuida la manera de contarlo ni la oportunidad. Si añadimos a esta exposición de méritos la insana intención de mostrar la superioridad de uno mismo frente a la pequeñez de los demás, entonces parece lógico sentir cierto tipo de malestar.
Yo también he caído. Me hago cargo de mi culpa. No puedo evitar el tono confesional. He sentido vergüenza cuando me vi desde el otro lado del espejo frente a quien presumía de laureles. Resulta feo y fea dejarse llevar sin pararse a pensar en los otros, en cuánto les puede importar lo que cuentas.
Escribía Miguel Hernández «yo sé que ver y oír a un triste enfada» y me da la impresión de que usted podría molestarse por esta tristeza. Querido lector que lee a solas, he aprendido a guardar silencio de mis trofeos. He entendido qué se siente cuando alguien se sube al carro de los vencedores y te mira por encima del hombro. Conocí la otra vergüenza, la que no es mía, o pensándolo mejor, sí lo es, eso que llaman vergüenza ajena.