Bastante se ha dicho sobre la importancia de ser uno mismo, tanto así que parece un mantra de nuestra cultura. El problema radica en el grado de superficialidad con que se trata el tema. Hablamos mucho sobre querer ser nosotros mismos, pero nunca hacemos lo necesario para intentarlo. Insistimos en que queremos ser nosotros mismos, pero no nos preguntamos quiénes somos en realidad. Podríamos terminar con este escrito de una vez diciendo, como intuyen las religiones, que realmente somos Dios ocurriendo en tiempo real, pero eso equivaldría a insistir en el hecho de que todo es un juego; una insistencia sin propósito cuando lo que se quiere es aprender a jugar mejor. Por ello, profundizaremos sobre la “búsqueda” de la identidad, lo que se necesita para “encontrarla” y los problemas en el camino.
Todo empieza con la pérdida
Si en algo tiene razón la Biblia es que, de alguna forma, todos nacimos siendo perdedores. O, mejor dicho, todos perdemos algo de nosotros mismos en nuestras primeras experiencias de socialización. Esto es un mal necesario para volvernos prosociales, lo que se traduce, por definición, en “piensa en lo que pensarán los demás y actúa en consecuencia”. Vemos aquí la génesis de la separación inicial con nosotros mismos; el quiebre con nuestra intuición y curiosidad. Esta pérdida demarca el nacimiento de nuestra “persona”, la máscara a ser presentada al mundo o, como planteó Martin Heidegger, el yo que les pertenece a ellos. Este “yo inauténtico” será la causa de muchos inconvenientes en el futuro y el punto de partida de nuestra aventura en el desierto.
Peregrinaje en el desierto de la inautenticidad
Tras la pérdida de nosotros mismos nos toca, como Moises, un peregrinaje prolongado en un desierto turbulento y lleno de espejismos. Esto es una consecuencia de, literalmente, tener la cabeza muy grande, pues la fortaleza de nuestras capacidades cognitivas implica un mayor tiempo de desarrollo. En ese ínterin, buscamos hacer anclaje, respecto a nuestra identidad, en factores principalmente externos. Adoptando así y, en el tiempo, destruyendo también una serie de iconos. Primero, nos anclamos en nuestros padres y sus tradiciones. Segundo, nos anclamos en nuestros pares y la novedad de la conjetura. Tercero, nos anclamos en la persona, la máscara, que nos acompañó todo ese tiempo.
El retorno al origen de la inautenticidad
Después de merodear y dar un sinfín de vueltas en el desierto, llega siempre el punto en el cual la frustración y la rabia rompen los diques del confort. Con los brazos sobre la arena, la espalda encarando al sol y los ojos hastiados de ver siempre lo mismo, una verdad llega a nosotros: el peso de todo lo hecho pensando en la apreciación de los demás; las herramientas de un niño definiendo la vida de un adulto. De tal manera, empiezan a volverse visibles las cadenas en cada una de nuestras muñecas. Una llamándose “opinión” y otra llamándose “miedo”, como bien precisó Friedrich Nietzsche.
Al levantar la cabeza, vemos en la distancia un oasis nublado por el sudor y los rayos del sol. Bien podría ser un espejismo más, pero optamos por tomarlo como nuestro nuevo horizonte.
La idea como identidad, la idea como destino y cómo la vanidad está hecha de palabras
Siendo que somos hombres, tenemos la bendición y el reto de ser conscientes de nosotros mismos; el observador que observa al mismo observador observando. Por ende, tenemos un concepto de tiempo que ninguna otra especie tiene. Todos los demás son lo que son y se desenvuelven en el eterno ahora con la mínima previsión necesaria para aumentar sus probabilidades de supervivencia. Nosotros, en contraste, al tener concepto de tiempo, hemos generado el concepto de propósito, concepto a su vez que nos ha llevado a la noción de destino: una visión a largo plazo, totalmente intangible e incierta, sobre lo que estamos llamados a alcanzar.
Este destino, ese oasis lejano en el desierto, implica que nuestra identidad está inexorablemente conectada con una idea de lo que podríamos llegar a ser. La identidad que estamos buscando, si ha de solidificarse, parte de la aspiración sobre un “futuro yo” que no existe. Esta visión es una que, como una chispa, ilumina el vasto vacío dentro de nosotros mismos. Esta chispa, tal cual misterio, emerge desde adentro, a partir de la nada, y si le damos oxígeno, puede transformarnos incontables veces.
El peligro acá es confundir semejante chispa con un acto masturbatorio de vanidad. Toda visión es ilustrada por la palabra, pero la emisión incesante de palabras y proclamas sobre lo que se es, no es más que un subterfugio, una simulación que muere en cuanto se cierra la boca. Es ver el oasis sin mover un solo pie hacia adelante, es el prescindir del hilo conductor de la identidad: la acción.
Fe y obras: los pilares de una identidad propia
En el anterior apartado hablamos de la importancia del compromiso con una visión para alcanzar nuestra identidad. Un compromiso cuyo sostenimiento requiere de fe (definida como “la convicción de lo que no se ve”) en vez de razones. Ahora bien, si la visión y la fe suponen los apartados invisibles detrás de nuestra búsqueda, también hemos de definir lo visible. No solo ver el oasis, sino también caminar a través del desierto.
Nuestra identidad no puede esperar que la visión que tengamos ocurra mágicamente. Nosotros, ante el juez más severo de todos, nosotros mismos, debemos proporcionar evidencias y resultados que nos den credibilidad como “creyentes” de dicha visión. Algunos principios de la lógica aristotélica pueden ayudarnos a ser incisivos sobre nuestros planteamientos.
Si nos proponemos, por ejemplo, querer ser escritores, entonces debemos asumir el atributo que define a un escritor: escribir. Lo contrario, hablar de ser un escritor sin publicaciones, es caer en una contradicción. Es querer asumir una identidad sin tener realmente el atributo que la define. Esto debe llevarnos a entender que para que una visión pueda volverse realidad se requiere tanto de la fe como de razones legítimas y suficientes para argumentar que no somos unos meros impostores.
La conjunción de fe y obras es fundamental para construir una identidad, por cuanto son el sedimento para tener coherencia: lo pensado tornado en acción y descrito a través de la palabra. La coherencia asociada a una identidad es un proyecto gradual que requiere esfuerzo, tiempo y disciplina. Nuestro «futuro yo» no es más que el resultado de la acumulación de todos los pequeños sacrificios para alcanzar lo que hemos definido como nuestro destino.
Más allá del destino, más allá de un concepto
Siguiendo el recorrido que hemos trazado, el oasis ya está en nuestras manos. Sus aguas son frescas, las palmeras nos regalan su sombra y los frutos deleitan nuestro paladar. Podemos decir, sin lugar a dudas, que la visión se ha hecho realidad. No obstante, en la medida que pasan los días, empezamos a sentir ansiedad e inquietud. Percibimos lo ineludible: el oasis nos hace sentir bien, pero sabemos que hay algo más esperándonos.
Esto es lo que ocurre en nuestra relación con las identidades que hemos decidido asumir a lo largo de los años, dado que una identidad no es más que una idea que se persigue hasta que se respalda con hechos y, por lo tanto, es unidimensional y restrictiva ante los bemoles que impregnan nuestro ser. La verdad sobre ser uno mismo, en términos sociales e incluso temporales, es que nosotros decidimos, en gran medida, la definición de lo que es “ser nosotros mismos”. Cuando hablábamos, al principio de este artículo, de que le enseñaríamos al lector cómo jugar mejor, lo que queríamos decir es que, entre una identidad impuesta por el entorno y una identidad razonable construida por uno con base en sangre, sudor y lágrimas, es preferible, y por mucho, la segunda.
Indistintamente de tal elección, la verdad del caso es que al final estamos hablando de un juego. Un juego que asumimos porque nos divierte y, además, ofrece recompensa. Sean las recompensas de la conformidad o las de la rebeldía. Lo esencial que debemos interiorizar es que, ya conocido el juego y lo que requiere, podemos deshacernos de la necesidad de ser perfectamente consistentes con algún rol asumido. Podemos, en vez de ello, asumir la disposición que tenían los hombres del renacimiento. Hombres que, al prescindir de las creencias limitantes sobre lo que podían hacer, llegaron a ser artistas y científicos al mismo tiempo.
Como se hizo referencia al inicio: somos Dios ocurriendo en tiempo real. Esto implica un margen de potencialidad mucho mayor del que creemos tener, por una parte, y, por otra, explica la realidad subyacente al juego descrito: realmente no perdimos nada, siempre lo hemos tenido todo; olvidarlo nos permite jugar en los confines de los retos y limitaciones que prestan las circunstancias. Esta es la perspectiva “teatral” sobre el universo y nuestro rol en él, que se ve representada en las Upanishads hindúes. Nuestro “verdadero yo”, a fin de cuentas, es eso que es capaz de asumir tantos roles como quiera y no los roles en sí. Nuestro “verdadero yo” no se supedita a destinos ni a conceptos. Nuestro “verdadero yo” es la capacidad y dicha de poder ser.
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