Conforme se confirma el estancamiento de la economía durante el primer semestre, el gobierno procura encontrar una narrativa que le permita salir airoso de su primer gran tropiezo no coyuntural. La discusión sobre si hay recesión o no es política, no técnica. Los críticos u opositores prefieren ceñirse a la definición dizque académica: dos trimestres sin crecimiento. Esto parece ser ya una realidad. Los integrantes del régimen y sus partidarios del gobierno buscan atenerse a la definición más amplia del NBER: un conjunto de indicadores en descenso simultáneo, lo cual no necesariamente sucedió durante los primeros seis meses del sexenio de López Obrador. Salvo por la batalla política al respecto, da un poco lo mismo.
El debate más de fondo, si se confirman los vaticinios de la mayoría de los analistas –individuales, de corredurías, de bancos, de Banxico, etc.– radica en las posibles salidas discursivas y de política económica que sostendrá el régimen con el paso del tiempo. Conocemos las primeras; las segundas comienzan a vislumbrarse.
López Obrador ya construyó su gran coartada. Aunque durante sus primeros dos años el crecimiento promedio de la economía resulte ser nulo por primera vez desde 1995-96, el presidente responde que lo importante no es la pura expansión de la economía, sino la manera en que se distribuye la riqueza creada cada año. Con un lenguaje antediluviano –crecimiento versus desarrollo: ni la Cepal se la compra– AMLO defiende una tesis interesante, aunque falsa. No importa el tamaño del pastel, a condición de que se reparta de otra manera. En vista de que ya se distribuye la riqueza de otro modo –según él–, las dimensiones de la economía nacional pesan menos que antes.
Digo falsa en primer lugar porque no existe ninguna prueba que a nivel macro, la distribución de la riqueza, medida por el coeficiente Gini, o por la parte del ingreso nacional recibido por 10% o 20% o 50% más pobre de la sociedad, haya aumentado. En segundo lugar, la tesis es falsa porque aun si así fuera no existe razón alguna para suponer que se podrá mantener la tendencia un segundo o tercer año.
Lo más interesante, sin embargo, consiste en la discusión que seguramente se lleva a cabo actualmente dentro del gobierno. Con un crecimiento nulo durante los primeros dos años del sexenio, las metas del mismo se tornan irrealizables, o incompatibles entre sí. ¿A cuáles me refiero? A las que todos conocemos: los programas sociales (Ninis, adultos mayores, becas, discapacitados, etc.,); los proyectos de infraestructura (Dos Bocas, Santa Lucía, Corredor transístmico, Tren maya); cero déficit en las finanzas públicas; ninguna reforma fiscal; cero aumento del endeudamiento. Incluso con un crecimiento inercial –digamos 2% anual– era poco probable que estas metas resultaran compatibles. Sin crecimiento, son quiméricas simultáneamente.
Existen dos grandes opciones. La primera reside en una política contracíclica, que busque revertir las tendencias de contracción a través del gasto público. Creciendo más, se recauda más, se emplea a más gente, se incrementa el gasto social. Ello implica, por definición, un déficit fiscal significativo, de 1% o 2% del PIB por lo menos. Este a su vez obliga a un mayor endeudamiento o a una reforma fiscal. Pero ésta última, en pleno enfriamiento de la economía, no es una gran idea. Por tanto, nos quedamos con una mayor deuda pública, que no tiene nada de grave, visto que México, sobre todo en las cuentas externas, pero también como deuda pública total sobre PIB, no presenta malas cifras. Solo que contradicen las promesas del presidente.
La otra vía implica recortar o posponer los grandes proyectos. Entregar menos dinero a los beneficiarios de Morena, o cancelar los delirios de infraestructura, o una combinación de ambos. Nada sugiere que AMLO esté seriamente ponderando esta alternativa, aunque tal vez sea la menos contraria a sus promesas de campaña.
Dentro de este debate candente dentro del equipo de gobierno, entre las posturas más realistas y tranquilizadoras, ha surgido una tercera opción. Siempre la hay. Se trata de encomendarse a la Virgen de Guadalupe, que seguramente no permitirá que le suceda nada malo al pueblo bueno y sabio. Constituye sin duda la mejor opción.
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