Foto: Ministerio Público vía AFP

Un largo año esperó el régimen para develar ante la opinión pública la figura y el destino del expresidente de Pdvsa, Tareck el Aissami. Durante 13 meses lo mantuvieron secuestrado, sin informar al país siquiera los cargos por los cuales fue detenido, y ahora, en abril de 2024, apenas empieza su juicio. No es ninguna casualidad que se acercase el comienzo del proceso electoral presidencial, así como la fecha de validación o no de las sanciones por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, para que el régimen se dignara informar al país de los delitos cometidos por una de sus figuras más poderosas y emblemáticas.

Difícilmente puede encontrarse tal nivel de opacidad y arbitrariedad en un sistema judicial en los tiempos actuales, como puede confirmarse en los casos de Rocío San Miguel (dos meses detenida en el más completo aislamiento, sin poder nombrar a un abogado para su defensa), Javier Tarazona y de centenares de presos políticos y civiles en los últimos años y meses. Hasta los cubanos guardan más la compostura en estos casos. Justo ese marcado ensañamiento y crueldad hace pensar que la incertidumbre de Maduro y compañía ante el fututo mediato e inmediato ha aumentado.

Dejando a un lado Corea del Norte -seguramente lo más parecido a lo que Hannah Arendt definió, a mediados del siglo XX, como regímenes totalitarios- para que encontremos algo semejante tendríamos que acudir a los tiempos de Stalin, con sus febriles y sucesivas purgas, donde eminentes figuras de la revolución, como Kamenev, Zinoviev y Bujarin, fueron ejecutados después de verdaderos shows judiciales, donde la autoconfesión y la autoacusación “brillaron” por todo lo alto. No es difícil pronosticar que el Fiscal Saab -que se ha mostrado como un aventajado alumno de la NKDV y los cubanos en este oficio – tenga preparado más adelante, cuando la campaña entre en calor, un espectáculo de este tipo, con su paisano admitiendo su deslealtad y traición a la patria y –¿cómo no?- acusando a tales y tales opositores -empezando, lógicamente, por María Corina Machado- como sus cómplices y colaboradores inmediatos.

Más allá de estas similitudes, puede afirmarse, en verdad, que también hay gruesas diferencias entre el totalitarismo euroasiático y este patético ensayo, de por sí solapado y con ese sello pisa pasito caribeño, envuelto en lo que los enfoques politológicos más recientes llaman característicamente regímenes híbridos.

Pese a que las acusaciones formales en los juicios a Kamenev, Zinoviev, Bujarin y Yagoda (sí -¡ay, Tarek William!: el mismo que hizo todo un arte de las purgas políticas) y demás inculpados en la Gran Purga entre 1936 y1938,  coinciden mucho con las acusaciones que hizo el fiscal a El Aissami (espionaje a favor de los enemigos de la patria, desviacionismo de derecha, sabotaje, traición a la patria, etc.), sabemos que tanto en forma y contenido son muy distintas: mientras allá, junto a la disputa por el poder, había hondas diferencias políticas y doctrinarias, acá se trata principalmente de un reparto del botín, de una disputa por prepagos y otros motivos poco épicos;  aunque la lucha por el poder, sin duda, es el ingrediente que rebasó el vaso.

Como diría Baudrillard en La ilusión del fin, los acontecimientos han perdido en estos tiempos de globalización el halo heroico que tenían en el pasado (y eso incluye, aunque tengamos que tragar grueso, a Stalin: un tirano genocida, apreciado aún por los rusos por la victoria contra el nazismo en la segunda guerra mundial), se han devaluado; antes se caía en desgracia por posturas doctrinarias y filosóficas y ahora por quitarle la tajada a los otros compinches.

Podríamos agregar, por supuesto, muchas otras diferencias: Stalin, por ejemplo, utilizando un sistema de esclavitad mediante campos de concentración y la explotación intensiva de la fuerza del trabajo, en apenas dos décadas llevó a la URSS a ponerse de tú a tú en el nivel industrial con las grandes potencias occidentales, superándolas incluso en algunos rubros; mientras que Chávez y Maduro, en menos de dos décadas, y utilizando también a su modo formas de servidumbre laboral, han destruido a la que fue una de las economías más prósperas de América Latina y el mundo en la segunda mitad del siglo XX.

Ahora bien, el hecho de que junto a El Aissami fuesen detenidos también Samark López, su brazo financiero, y posteriormente otros altos funcionarios, nos indica claramente que el arreglo de cuentas aún no ha culminado. El hecho de que no cesen de caer cabezas después de un año, nos señala claramente que la fractura en el bloque en el poder es más amplia de lo que habíamos pensado, y que el régimen está muy preocupado por lo que interpreta como un deterioro de su hegemonía y un creciente rechazo de las bases y de variados círculos partidistas. Ha caído una considerable cantidad de ministros, altos funcionarios, presidentes de altos organismos del estado, alcaldes, militares y un largo etcétera de allegados al expresidente de Pdvsa, y se anuncian nuevas detenciones (prepagos incluidas, por cierto). Es evidente que en todo esto hay un mensaje de intimidación al resto de la dirigencia pesuvista, la cual es vista ahora con abierta desconfianza, como se infiere también de la decisión de enviar “padrinos” a todas las gobernaciones, con obvio afán de vigilar.

Para entender una purga tan prolongada, la tesis de las diferencias en el reparto del botín (en medio de un período en el que se entraba en carrera electoral y se necesitaban muchos recursos) es determinante pero no suficiente. De manera que debe deducirse, necesariamente, que la lucha por el liderazgo en un escenario de transición está en medio de todo esto.

Una de las principales conclusiones que pueden sonsacarse de este rompimiento del consenso de grupos oligárquicos -lo que en el fondo es el PSUV desde que Chávez desapareció, y con él, la legitimidad carismática del régimen- es que las sanciones han tenido un efecto mucho más corrosivo de lo que comúnmente se cree, más allá de la poderosa campaña mediática impulsada por el régimen – apoyada por una parte considerable de los gremios empresariales- para atribuirle la causa de los males del país.

Para El Aissami fue un juego de niños apropiarse de más de 23.000 millones de dólares debido a que las ventas de petróleo no podían hacerse por los medios financieros regulares, por causa de las restricciones establecidas por la OFAC para el oro negro y el gas venezolano; lo cual lo llevó a valerse del control de Sunacrip para dejar sin registro estas operaciones. Samark López, por su parte, el testaferro principal de El Aissami, había sido sancionado junto con su jefe por la OFAC en 2017 por actividades de narcotráfico y lavado de dinero.

Por consiguiente, tanto las sanciones institucionales como las personales han influido de manera significativa en el deterioro de la capacidad que tenía el régimen de utilizar la cada vez más escuálida renta petrolera (escualidez, valga recalcar, que hay que atribuir fundamentalmente a la incompetencia y corrupción en el manejo de la industria) y los negocios ilícitos para sus objetivos clientelares y de control político y social, así como en el mantenimiento de una relativa concordia entre sus grupos oligárquicos.

Desde este punto de vista -sin dejar de reconocer que el tema demanda un examen minucioso-,  sobre todo si dejamos a un lado la manera maximalista e inmediatista de analizar el problema venezolano, no es arriesgado afirmar que la política de Biden hacia el país, combinando la diplomacia con un manejo flexible pero al mismo tempo firme de las sanciones -presionando acá y soltando allá, y exigiéndole resultados concretos en las negociaciones- ha sido más eficaz de lo que en principio podría creerse, y demanda más tiempo para evaluarla y calificarla.


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