Mis lectores se habrán dado cuenta de que escribo mis artículos al voleo, a prisa, sin el cuidado tan necesario en la plasmación por escrito de las ideas y pensamientos. Mi consuelo está en discursos de hombres políticos y estadistas que han sellado una época, al recoger sea su espíritu, sea la premonición sobre lo que debería suceder y sucedió o pudo suceder de otra forma. Muchos de esos discursos están grabados en bronce; se citan sus frases, se recuerdan con emoción o amargura, son lecciones, que nos apetezcan o no, abrieron o cerraron caminos. Lo cierto es que esos discursos pasan a ser documentos imprescindibles; como diría Ramón Velásquez, hicieron historia. Soy arbitrario, y me excusan, pues me vienen a la mente en este momento algunos que denominaría como imprescindibles: a nivel universal, como no recordar la Oración Fúnebre de Pericles, el discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln, el discurso del presidente Roosevelt de presentación del “New Deal”, los discursos de Churchill que definieron el rol de Inglaterra en la Segunda Guerra Mundial, “la historia me absolverá” de Fidel Castro, entre muchos otros. En Venezuela resalta el Discurso de Angostura del Libertador Simón Bolívar, aunque también recuerdo en este momento el discurso de Fermín Toro en la Convención Constituyente de Valencia, la alocución de Rómulo Betancourt como presidente de la Junta Revolucionaria de gobierno, el discurso de Rafael Caldera el 4 de febrero, el discurso de Carlos Andrés Pérez al entregar el gobierno al Congreso de la República, el discurso de Hugo Chávez a la Asamblea Nacional Constituyente.
En sus Souvenirs el genial Alexis de Tocqueville estampa una frase retadora: “No hay nada que se parezca menos a un buen discurso que un buen capítulo”. El punto es que, como nuestro pensador reconoce en otra parte, las ideas y las pasiones del hombre mueven los asuntos humanos, siendo que esas ideas y pasiones quedan marcadas, para bien o para mal, algunas veces apretujadas en improvisación, en un discurso que abre una andadura de resultados insospechados.
Quiero hoy recordar un gran discurso, un discurso meditado, reflexivo, que tuvo una influencia relevante en el regreso a la democracia en su país, y para mí de una pertinencia indiscutible en la situación actual de Venezuela, que no es otro que el discurso de Patricio Aylwin con motivo de su asunción como presidente de Chile, el 12 de marzo de 1990. Este discurso debe ser de obligatoria lectura por todos los venezolanos de buena voluntad; debería leerse y debatirse en los colegios y universidades, en los medios de comunicación de masas, en las redes sociales, en el parlamento, en todas partes. Se trata de un discurso para nosotros de un valor existencial: en dicho discurso resplandece el sentido de la política, que no es otro, como enfatizó Hanna Arendt, que la libertad; resalta el valor de la democracia como supremo sistema de gobierno y forma de vida, así como la necesidad de la unidad a través de los caminos de la reconciliación entre todos los venezolanos, bajo vigencia del derecho, el respeto mutuo y la búsqueda incesante de la justicia.
Cuando se ha iniciado un proceso libre y democrático para elegir nuestro candidato presidencial, invito a su lectura, a su reflexión. Venezuela lo exige, lo necesita, si queremos reconquistar la fraternidad dolorosamente perdida.