OPINIÓN

La oscuridad de la fábula romántica: The War of the Roses de Danny DeVito y el final de las historias de amor 

por Aglaia Berlutti Aglaia Berlutti

Durante los últimos meses, el sonado divorcio del actor Jhonny Depp de su esposa por menos de un año, la también actriz Amber Heard, parece haber sacado a relucir no solo lo peor de una relación efímera, sino los tormentos del desamor, en una forma cruda y violenta que sorprende al público atento a las noticias del corazón. No obstante, el cruento proceso de separación, es algo más que las tropelías de dos figuras famosas en el peor momento de su vida: también es un recorrido por el desamor, la ruptura de la fantasía del romance y al final, el odio convertido en un tipo de lenguaje realista e incluso patético. Depp y Heard, que estuvieron casados por menos del tiempo del que ya se extiende su proceso de divorcio, son la muestra elocuente de la ruptura del cuento de hadas del amor idealizado y cristalizado en el ámbar de la cultura popular, que se consume con tanta frecuencia.

Danny DeVito o, mejor dicho, Gavin D’Amato, su personaje en la película de 1989 The War of the Roses, habría reconocido el comportamiento violento, errático y a menudo desagradable de los Depp, sin conocer su historia. O quizás, por conocerla demasiado bien. En una de las escenas más emblemáticas de la película dirigida por el propio DeVito, el abogado que asesora a los Rose en medio de su batalla legal, mira a Oliver Rose (Michael Douglas) y deja caer una frase tan cínica como dolorosa. “El amor se queda en los libros. Lo que sobrevive es el sexo y el dinero”, dice Gavin, mientras acaricia con la punta de los dedos la casa de plexiglás en la que guardó el último cigarrillo que estuvo a punto de fumar antes de abandonar el vicio. Se trata de una secuencia magistral, en la que la cámara observa la conversación con una frialdad inquietante y dura, la percepción de que el amor no es para siempre y que, de hecho, muy pocas cosas perduran más allá del desencanto. Oliver sonríe, cree que se trata de una broma. Pero cuando Gavin solo le observa con cierto cansancio, comprende que la frase va en serio. Y que lo que le espera es un páramo violento de destrucción sistemática de todo lo que alguna vez amó. Incluyendo, claro está, su vida marital.

The War of Roses es una mirada durísima sobre el ideal romántico occidental y lo es, porque no solo lo pulveriza sobre el cinismo, sino que también, elabora un conjunto de símbolos profundamente dolorosos sobre el amor, el desencanto de la vida adulta y al final, el odio visceral que provoca la decepción. El argumento, además, toma todo tipo de decisiones extraordinarias que convierten su historia en algo más que una parodia sobre las emociones al estilo de Hollywood: desde la mirada sosegada y pragmática sobre la ruptura del amor y su progresiva transformación en algo más amargo, el mito de la riqueza de la clase media del país, hasta la concepción del miedo al misterio del otro, el filme es un compendio de buenas decisiones que sostienen un argumento pulcro y cuidado.

Basada en la novela del mismo nombre de Warren Adler, la historia tiene un altísimo contenido de humor negro, pero también, de una cruel connotación del amor como panacea de todas las historias y centro nuclear de la pulsión de Hollywood por contar historias felices. En realidad, la ruptura que supuso la subversión del drama amoroso en una batalla sardónica por el poder y el control, hace de The War of the Roses una historia que no solo resulta dolorosa por su mirada sobre el espectro de la desesperanza contemporáneo  — para la historia, las escenas en que los Rose comparten cama, rígidos, sin expresión, los rostros como maniquíes radiantes —  sino también, algo más siniestro. No hay nada en la película que responda a otra cosa que la fábula rota, la concepción del miedo al misterio de la pareja y al final, todas las heridas abiertas de una vida de convivencia.

El amor en tiempos opulentos

Como si eso no fuera suficiente, los Rose están encarnados por Michael Douglas y Kathleen Turner, que compartían una enorme química en pantalla y que durante buena parte de la década de los ochenta, habían compartido éxito, escenas amorosas y un sitial privilegiado en el corazón de la cultura pop gracias a la duología Romancing the Stone (1984) dirigida por Robert Zemeckis y The Jewel of the Nile (1985) de Lewis Teague. En conjunto, ambas historias muestran el lado amable, travieso y adorable de un romance muy parecido a cualquier otro en la historia del cine estadounidense.

Pero para bien o para mal, tanto Turner como Douglas, estaban muy lejos de ser el estereotipo de los amantes inofensivos y dulces que la pantalla grande suele encumbrar. Kathleen Turner era la encarnación de la mujer fatal y cuando llegó al plató de Zemeckis ya llevaba a cuestas una fama ambigua que hacía hincapié en su sexualidad. En 1981 había protagonizado la película Fuego en el cuerpo de Lawrence Kasdan, en la que había mostrado sus dotes para crear personajes femeninos de múltiples dimensiones y explotar su notorio atractivo físico. Por su parte, Michael Douglas, ya tenía una sólida carrera cuando interpretó al bribón adorable Jack Colton. Juntos crearon no solo una versión contemporánea y mucho más inofensiva de la mítica pareja romántica en la gran pantalla, además de construir una versión sobre el mito norteamericano que cautivó a la audiencia. Ambas películas se convirtieron en éxitos de taquilla y en especial la segunda, en un vehículo de lucimiento para las ahora, notorias estrellas de la meca del cine.

Por extraño que parezca, The War of the Roses se estrenó luego de que Michael Douglas se convirtiera en el símbolo distuptivo de la virilidad tradicional devastada por el miedo en Atracción fatal (1987) de Adrian Lyne. El Dan Gallagher de Douglas se enfrenta a la Alex Forrest de Glenn Close en una batalla encarnizada y violeta, repleta de símbolos sobre los terrores de la masculinidad en la ambiciosa década de los ochenta y la caída en desgracia de las grandes metáforas sobre el triunfo. Gallagher se deja llevar por el deseo y la tentación, solo para enfrentarse al poder frenético y despiadado de una mujer para la que el amor es una forma de dominio absoluto. La película, a su manera incompleta y efectista, medita sobre los grandes temas de la época Reagan  — la codicia, el triunfo a toda costa, la libertad, el miedo al individuo —  y convirtió a Douglas en el rostro angustiado de una nueva forma de comprender la lujuria y la búsqueda de identidad. Al final  — doloroso, cruento y violento —  deja al personaje en la extraña posición de encarnar a la caída en desgracia de toda una generación, decepcionada por el cambio y víctima de una estafa histórica de enormes proporciones.

Para The War of Roses, Douglas convierte a su Oliver en una versión edulcorada y cursi de Gallagher, mucho menos mundana y en especial, más cercana al estereotipo. De la misma forma, Turner moldea a Bárbara, hasta convertirla en el canon de la crueldad escindida entre el bien y el mal. Si la Alex de Close era inmoral y potencialmente destructora, la Bárbara de The War of the Rose es una figura que madura, se hace cada vez más oscura, dolorosa y cercana, en medio de una maldad sugerida que a la que la actriz dota de una durísima humanidad. Y quizás, la combinación entre ambas cosas, sea el símbolo del poder del argumento o mejor dicho, la forma en que logra sostenerse en medio de un argumento cada vez más cruel, perverso y al final, devastador.

El mal invisible

Danny De Vito dirige The War of Roses desde la perspectiva de lo colosal: todo es hermoso, extraordinario, seductor. Los Rose son espléndidos, deliciosos y sexualmente atractivos. La casa en que viven, una mansión opulenta y radiante que resulta impactante por su clara alegoría a una región encantada y apartada del mundo, es también el centro neurálgico de la narración, que se hace más oscura y dolorosa a medida que las secuencias pierden esa belleza radiante de lo idílico. Los Rose atraviesan todas las fases de una pareja enamorada, al final decidida a una vida en común y por último, desencantada en medio de medio de una región de sombras anónimas.

O al menos, Bárbara lo está. El personaje de Turner se siente cada vez más incómodo en su pequeño espacio como ama de casa, como el bello trofeo de un hombre que la mira como su igual solo si complace sus expectativas, el mismo hombre que la hizo multiorgásmica  — una declaración asombrosa para la época —  pero que también, es capaz de reír y burlarse de manera condescendiente de los intentos de su esposa por ser independiente. Turner hace que su personaje funciona desde lo que no muestra: su rostro impertérrito, es un camafeo perfecto a medida que la decepción, el dolor y por último el miedo, avanzan en su vida marital hasta arrasar con el último recuerdo que se atesora y cerrar la última puerta que se abre hacia el amor, tal y como lo imaginó, sostuvo, soñó.

DeVito es un director hábil: la historia comienza desde la advertencia. El espectador sabe de entrada que la historia que verá no terminará bien y de hecho, terminará de una forma tan espantosa, que se convierte en una moraleja agría. Su Gavin es pragmático, poderoso, pero también, lo suficientemente sensible para entender las implicaciones de lo que vivió y de la experiencia de la que fue testigo. Tanto como para contar la historia a un futuro cliente, que, como el espectador, escucha fascinado lo que ocurrirá a continuación. “Se conocieron y todo fue extraordinario”, comienza Gavin, con aire soñador. Después, la historia nos muestra a los jovencísimos Oliver y Bárbara, en su primera gran lucha: una subasta en Nantucket (Massachusetts), en la que ambos pujan por una pequeña estatuilla de marfil. Turner tiene una mirada feroz, Douglas una expresión ambiciosa. No es complicado imaginar que, a pesar de la evidente atracción, habrá problemas.

Y los hay, por supuesto, pero no de inmediato: la película recorre la vida de los Rose, punto a punto en un camino delimitado y socialmente atractivo. Van de propiedad en propiedad, de proyecto en proyecto, por último, la paternidad y una enorme casa y lo hacen, siendo cada vez más pretenciosos, poderosos y arrogantes. O al menos, Oliver lo es. Douglas imprime a su personaje una vanidad casi dolorosa y frágil, sostenida por la vida familiar, sus prerrogativas de norteamericano privilegiado y por último, el hombre triunfador que siempre soñó ser. A su lado, Bárbara se desvanece, vive a la sombra, se desmorona a pedazos, se hace cada vez más dura y por último, ocurre lo inevitable: despierta del sueño del amor.

Se trata de una escena asombrosa, que, en su sencillez, marca el ritmo de la segunda parte de la película. Oliver sufre un percance médico y por horas, Bárbara no sabe exactamente qué ocurre. O eso es lo que supone su marido, al llegar a casa y encontrarla en la oscuridad, aguardando. “Creí que habías muerto” dice entonces Bárbara. Oliver sonríe, casi con amabilidad. “Estoy bien” explica. “Lo sé” responde ella. “Pero cuando creí que morirías, sentí alivio”.

No hay vuelta atrás para una declaración semejante. Para una ruptura de semejante calibre. Oliver no lo comprende: ¿Qué ha ocurrido para que Bárbara haya dejado de amarle? Para el personaje, todo se resume a su tragedia personal, todo se enhebra y se enlaza con la fugitiva sensación de pérdida. Para él, no existió la percepción rancia y sofocante del matrimonio de puertas cerradas, de las decepciones diarias. De la mirada cansada de Bárbara mientras cuidaba a los hijos insolentes, la alienación y el vacío, los dolores privados, la gran caída en el desastre. Para él, la historia comienza ese día, en esa habitación, con Bárbara, todavía la mujer hermosa que conoció le mira con ferocidad y se aleja de él, se hace una extraña. Bárbara quiere el divorcio, lo deja claro de inmediato. Pero Oliver, que no entiende qué ha ocurrido o hacia dónde se dirige la historia, se niega. Bárbara le contempla fría, helada. “Habrá divorcio”, sentencia. El tono de voz mesurado y frío.

Por supuesto, al principio Oliver está convencido de que puede convencer a Bárbara de quedarse. La película hace un especial hincapié en el hecho de que el personaje es incapaz de entender lo que ocurre en la mente de su esposa, la decisión frontal de abandonarle. De modo  que por ahora es orgullo. Se niega a ceder. Ella quiere la casa — que decoró habitación por habitación, detalle a detalle —  y él también. No hay acuerdos ni tampoco, una forma de encontrar un terreno neutral. Cuando Gavin interviene, ya es evidente que la ruptura es algo más que emocional e intelectual: los Rose se odian, con el encono de los enemigos, con la decidida crueldad de los que se conocen bien. La casa se convierte en una zona de guerra y al mismo tiempo, en un campo minado en la que la vida en común queda expuesta. El director DeVito tiene especial cuidado en mostrar los destrozos, la forma en que ambos agreden a la casa con furia, como si se tratara de la materialización de la vida en común, un avatar del cuerpo del otro convertido en un espacio lóbrego y violento cada vez más doloroso. Por último, la muerte  — el asesinato —  llega, pero para cuando lo hace, ya es evidente que los horrores eran insuperables, que la tragedia era la única posibilidad y que todos los miedos no eran otra cosa que un espacio en conjunto en el que el odio es el último vínculo que unía a los Rose con su pasado y al final, el futuro disgregado en medio del brillo lujoso del Baccarat roto.