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La negociación, el vía crucis electoral y la Unión Europea

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La postulación de Alex Saab a la mesa de negociación puso en el tapete, nuevamente, el tema de cuáles son las verdaderas intenciones del régimen con el proceso que se celebra en México. No es para menos. Sugerir siquiera a un personaje de tal calaña como interlocutor en un evento diplomático tan importante podría interpretarse, ciertamente, como una forma de patear la mesa.

No obstante, la continuación del proceso el día 25 de septiembre y la suscripción de dos nuevos acuerdos apuntan a que el propósito del régimen fue utilizar la mesa de diálogo para presionar a la comunidad internacional –y sobre todo a Estados Unidos, el país que solicita la extradición a Cabo Verde-– para lograr una solución favorable a quien fue –de facto– el superministro de economía, finanzas y “proyectos especiales” (entrecomillado con toda la carga cínica del caso) de Maduro en los últimos años. Sucede aquí –tan simple como eso– que Maduro, cumpliendo al pie de la letra aquello de que cada quien juzga según su condición, cree que los asuntos internacionales pueden resolverse –como quien dice, de lo más tranquilo– por los caminos verdes, prescindiendo olímpicamente de los procedimientos y de cualquier formalidad, intercambiando, a lo sumo, ciertos intereses o favores. Pero como bien se lo recordó el embajador James Story, los poderes públicos sí son independientes en Estados Unidos, y si no que lo diga Donald Trump, que tuvo que abandonar la Casa Blanca pese a sus arrebatos de muchacho caprichoso y guapetón.

El estrambótico episodio de Saab generó dos reacciones que no pueden dejar de reseñarse: la primera, la respuesta de la delegación opositora, que no cayó en provocaciones y respondió con la firmeza y la mesura adecuada , llamando sin aspavientos a su contraparte a aterrizar en la realidad; y la segunda, la del país mediador, el Reino de Noruega, cuyo primera ministra, al intervenir en la ONU, mencionó a Venezuela como uno de los países que ha incurrido en violaciones de los derechos humanos, una forma de reprender al régimen por su despropósito en el diálogo y de reivindicar el respeto a la formalidad y majestad de las negociaciones internacionales.

Pese al episodio del vendedor de las cajas CLAP –o mejor, justo por él– seguimos creyendo que las negociaciones de México hay que verlas como un asunto estratégico, que se proyecta más en el mediano que en el corto plazo, y donde los actores tienen objetivos e intereses de por medio que les lleva, dentro de una evaluación racional, a continuar, ya que los costos de no alcanzar una resolución final significativa serán muy altos, básicamente por el debilitamiento político de ambos y, particularmente, en el caso de régimen, por la pérdida galopante de legitimidad y la fragilidad del ejercicio de su poder a lo largo y ancho del territorio nacional.

De hecho, una revisión retrospectiva indica que la negociación, realmente, lleva ya varios meses, aunque se manejase in pectore: el nombramiento en el CNE de dos reconocidos técnicos y políticos opositores, e incluso la designación de un presidente oficialista que destaca por su equilibro y comedimiento, fueron evidentemente consensos pacientemente gestados antes de que las negociaciones formales comenzaran.

Y todo esto, a su vez, guarda una relación de continuidad con la decisión de la mayoría opositora de participar en las elecciones de noviembre: pese a la reserva de varios liderazgos y sectores partidistas, se ha escogido el camino de medirse en las urnas más allá de las grandes desventajas que prevalecen, y que hacen que sean unas elecciones poco competitivas. Es una decisión polémica –que todo apunta a que fue aprobada por la presión de los niveles medios y bajos de las organizaciones partidistas– pero que tiene poco sentido seguirla discutiendo, porque la realidad es que la oposición no tenía ante sí opciones óptimas que elegir, sino una menos atractiva que la otra (cuestión lógica, de por sí, cuando tratamos con regímenes autoritarios).

Es imposible asegurar que la otra opción –la abstención– brindaría más beneficios que la participación, y esto hay que decirlo independientemente de los resultados que se produzcan el 21 de noviembre. Aquí se manifiesta de nuevo la diferencia de enfoques que consume a la oposición desde hace varios años: optar entre el todo o nada (soluciones suma-cero, maximalismo de por medio), o por un esquema suma variable, donde todos ganen algo, postura que sin duda se compadece más con la evolución de nuestra situación doméstica e internacional en los últimos meses (y, en definitiva, con el espíritu de la política desde el tiempo de los griegos: buscar entendimientos sobre los asuntos comunes a través de la consulta y la participación deliberante).

En medio de este clima, se conoció la decisión de la Unión Europea de enviar observadores electorales a los comicios venezolanos. Hasta hace unos pocos meses tal posibilidad era algo inconcebible; la última vez que la UE asistió como observador fue en 2006. Es otra señal de apertura de un régimen que ha hecho de Venezuela una sociedad cerrada, tal como la entendía Karl Popper; pero el anuncio ha agregado otro elemento de crítica y duda dentro de las filas de la oposición.

A estas alturas del juego, haría bien el liderazgo opositor en no mirar hacia atrás y seguir adelante, sin prejuicios ni complejos, por el camino electoral, no vaya a ser que lo agarre la maldición bíblica de la mujer de Lot y termine convertido en una estatua de sal. La decisión de la Unión Europea hay que tomarla como un punto positivo que inhibirá de una manera apreciable los abusos del régimen, haciendo las elecciones –al menos en algunos aspectos de modesto pero decisivo alcance– más competitivas.

La posibilidad –parte de los riesgos que se corren en el juego político– de que se termine dándole cierto aire de legitimidad al régimen no puede negarse;  pero significa adelantarse a los acontecimientos, aparte de infravalorar justamente la posibilidad contraria: que termine restándole la legitimidad que el oficialismo reclamaría con sus eventuales triunfos, si partimos de las críticas y apreciaciones (que serán, que no quepa la menor duda, diversas y profusas) que los observadores formularán en sus informes. La participación de la UE debe verse –y aprovecharse–, en fin, como una oportunidad de apalancar los rasgos competitivos de las elecciones y garantizar un verdadero respeto a la voluntad popular en las urnas.

@fidelcanelon

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