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La máquina de violar derechos humanos

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El informe de la Comisión de Determinación de los Hechos de la ONU le ha dado visibilidad en todo el mundo a algo que los venezolanos han vivido y sufrido a lo largo de los últimos años: la contumaz y alevosa violación de los derechos humanos por parte de los organismos de seguridad del Estado, bajo la excusa de la lucha contra la criminalidad. En el informe se hace una minuciosa y metódica relación de los patrones de conducta de los organismos policiales y de seguridad desde 2014, año a partir del cual las ejecuciones extrajudiciales y la tortura han sido usadas sistemáticamente, dando forma a crímenes de lesa humanidad en los que tienen responsabilidad varias de las más altas autoridades del gobierno.

Es importante recordar cómo empezó todo esto: al igual que todos los desajustes sociales e institucionales que han llevado al país al abismo actual, el auge de la criminalidad no comenzó con Maduro sino con su padre, el galáctico Chávez, al amparo, primero, del manejo poco profesional de los cuerpos policiales, y luego, de la progresiva intervención de estos con fines políticos: él fue quien creó en 2009 un nuevo organismo policial de carácter nacional, la Policía Nacional Bolivariana, cuyo nombre indica inequívocamente la suscripción a su proyecto político e ideológico, con lo que le quitó el carácter imparcial y profesional que debe tener todo organismo de seguridad pública.

Al mismo tiempo, él volvió una práctica común poner a militares al mando de los distintos organismos de seguridad, rompiendo el sentido de cuerpo y la autonomía institucional que estos deben tener. Simultáneo a la degradación de los cuerpos policiales, con Chávez también tomó forma la degradación del sistema de justicia, al cual convirtió en un instrumento de sus objetivos políticos y de los intereses particulares de la clase dirigente rojita.

La conjunción de estas y otras perversiones institucionales y estatales creadas por Chávez fue continuada y profundizada por Maduro hasta límites insospechados, llevando a que Caracas se convirtiera en 2015 en la ciudad con el mayor índice de homicidios por 100.000 habitantes del mundo. No es de extrañar que desde antes de ese año todas las encuestas del país señalaban que para los venezolanos el problema más acuciante era la delincuencia (no hay nadie en esta nación, en efecto, que no haya sido víctima de algún acto delictivo en los últimos años).

He aquí, entonces, que justo ese año de 2015 el régimen sufre su primera gran derrota electoral, al perder contundentemente la Asamblea Nacional. Ese golpe tan duro, sin duda, llevó a un cambio de estrategia del régimen con respecto a la delincuencia: de abierta complicidad y cohabitación con ella (es difícil no creer, aunque sea ese tipo de afirmaciones que nunca pueda probarse del todo, la extendida teoría de que Chávez y Maduro utilizaron la delincuencia como un medio de control político y contención de la protesta, generando un estado de permanente temor y zozobra en la población) a su selectiva confrontación y reducción. De la política de la creación de zonas de paz (entregando amplios espacios urbanos a los grupos delictivos) el gobierno pasó a concebir y desarrollar la política de la progresiva contención y eventual exterminio de bandas armadas, sobre todo si estas no eran tan fuertes y no tenían mayores vínculos de negocios con jefes de gobierno, funcionarios policiales y dirigentes del corrupto statu quo rojo.

En este contexto, es cuando el gobierno decide impulsar el mismo 2015 las llamadas Operaciones de Liberación del Pueblo, precedente claro de las siniestras FAES, una especie de cuerpo élite creado por Maduro en 2016, y a quien el informe de la ONU atribuye la mayor cantidad de violaciones de los derechos humanos (dentro de los que están envueltos, sin excepción, todos los organismos de seguridad). Las FAES tienen luz verde para matar. Allanan residencias sin respetar ningún procedimiento legal, detienen a los supuestos inculpados y los ajustician, algunas veces incluso delante de sus familiares, golpean a estos y saquean y roban sus residencias. También aplican torturas y violaciones a los detenidos, siempre al margen de la Fiscalía y de las demás instancias del Estado. Todo esto dentro de una política de exterminio de miembros no deseados de la sociedad. En los últimos tiempos, además, se ha hecho común el ajusticiamiento de dirigentes sociales y comunales –tanto opositores como chavistas– críticos del gobierno y de sus desastrosas políticas.

Si hacemos un examen somero de nuestra historia moderna y contemporánea, no encontraremos un caso parecido a lo que representa ahora las FAES. Las dictaduras del siglo XX –Gómez y Pérez Jiménez– tuvieron sus típicas policías políticas, muy eficaces para espiar y develar conspiraciones, y también para cometer crímenes y detenciones, pero siempre focalizados en el ámbito cerrado de la clase política opositora. Nunca había existido una organización enfocada en el exterminio de determinados sectores sociales. Para encontrar una referencia parecida tendríamos que remontarnos a los cuerpos élites de la Alemania nazi, así como de la Rusia bolchevique: en la primera, la SA y luego la SS (dirigidas por Röhm y por Himmler, respectivamente), y en la segunda la Cheka, que sustituyó a la Ojrana zarista, superándola largamente. Todos ellos cuerpos de seguridad supralegales y paraestatales, cuyas formas de organización y acción tenían una fuerte inspiración en las bandas delictivas, y, de hecho, incorporaban con frecuencia a miembros de estas en sus actividades. Esto se explica, en buena medida, porque el carácter escabroso de sus actividades exigían prescindir de cualquier manual profesional o de cualquier código moral o legal, a los que se apegan generalmente los funcionarios formales.

El problema del régimen, sin embargo, es que, a diferencia de los regímenes nazi y bolchevique, avanzó tanto en su cohabitación y permisividad con los grupos delictivos a lo largo de más de tres lustros, que las FAES –pese a su inescrupulosa y sistemática acción– han sido impotentes para enfrentar y acabar con las bandas más poderosas, que controlan desde hace años barrios y territorios rurales enteros (como sucede en Caracas con la banda del Coqui en la Cota 905 y la de Wuileisys en Petare). A esto se agrega que también ha permitido que los grupos armados colombianos –ELN, disidentes de las FARC– controlen importantes espacios fronterizos y la zona minera del estado Bolívar.

Sin darse cuenta, ha perdido el monopolio legítimo de la violencia, siendo esta una situación prácticamente imposible de revertir, no solo por el empoderamiento que han adquirido los grupos, sino porque, en teoría, sigue contando con ellos para enfrentar a los enemigos internos y externos, y hasta le ha encomendado tareas y actividades económicas y sociales, sin advertir que esta lógica de acción y los propósitos propios de la naturaleza de estos grupos los hace prescindir de su antiguo patrón apenas los beneficios que recibe disminuyen o les sean retirados por cualquier circunstancia particular.

En definitiva, no la tiene fácil el régimen en esta materia. El resurgimiento de las protestas sociales por la crítica situación de los servicios públicos y la difícil situación económica y social, lo coloca en el escenario eventual de recrudecer el uso de la violencia cuando sus bases de apoyo han disminuido, y cuando las actividades de las FAES y demás órganos de seguridad están bajo el escrutinio de la comunidad internacional. Sus márgenes de maniobra se reducen significativamente, y, por lo pronto,  han apostado a recuperar la legitimidad a través de las elecciones del 6 de diciembre, algo bastante improbable debido a su rechazo a garantizar que se realicen en condiciones de imparcialidad, libertad y verificabilidad aceptables por los organismos internacionales.

@fidelcanelon

 

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