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La lucha por el Estado de Derecho

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“Veo pronto la destrucción en el Estado… donde la ley es súbdita y no tiene autoridad; en cambio donde la ley es patrona de los magistrados y estos son sus siervos yo veo la salvación y toda clase de bienes que los dioses dan a los Estados.”  Platón, Las leyes (715 d).

La lucha por el Estado de Derecho se remonta en América Latina a los mismos años fundacionales de sus repúblicas, consecuencia del impacto de la Ilustración y la influencia sobre nuestras latitudes de las revoluciones burguesas de la segunda mitad del siglo XVIII, particularmente de las construcciones jurídico-políticas de la asamblea nacional francesa el año 1789, pues allí se acrisolaron y universalizaron sus dos principios capitales: la carta de derechos humanos y el principio de la división de poderes, en la trilogía Legislativo, Ejecutivo y Judicial.

Sin embargo, ha sido una empresa ardua e inagotable. Alguna sociología positivista, incluso, nos condenó a vivir una realidad, en palabras de Carlos Fuentes, “inhumana, retrógrada y autoritaria”, donde la dictadura constituiría la regla y el mundo de la libertad y la democracia la excepción. En otras palabras, el “gobierno de los hombres”, es decir el gobierno del despotismo y la arbitrariedad, se sobrepondría como una fatalidad al “gobierno de las leyes”, donde el poder se enmarca y es limitado por el derecho.

Afortunadamente esta dura realidad ha comenzado lentamente a cambiar. El Estado de Derecho empieza a valorarse como un concepto positivo y necesario, un componente irrenunciable de la experiencia democrática, una conquista civilizatoria, garantía de un desarrollo con rostro humano. Hemos llegado, a fuerza de flujos y contraflujos, a la conclusión de que sin la institucionalización del Estado de derecho los logros de la democracia siempre serán frágiles y precarios.  En efecto, hay mayor conciencia en la ciudadanía de la importancia del Estado de Derecho, particularmente en lo que se refiere al conveniente realce del Poder Judicial, que había permanecido como el pariente pobre, un poder secundario, manipulado, en definitiva, relegado dentro del sistema de distribución de los poderes del Estado.

Al unísono, la lucha por los derechos humanos nos ha convencido de la necesidad de fortalecer un orden objetivo que fomente y protege la carta de derechos establecida por la constitución, concebidos ahora como expresión de valores y principios por los que vale la pena luchar, dejando atrás su mirada como entelequias pisoteadas por los dictadores de turno. En síntesis, hemos aprendido, a fuerza de sacrificios, a valorar el Estado de Derecho como requisito insustituible de la democratización de nuestros sistemas políticos.

Una vez superada la negra noche de la dura dictadura venezolana, el Estado de Derecho resplandecerá con el vigor que merece, si asumimos, como debe ser, su relevancia en la prioritaria lucha por su institucionalización, acorde con la renovada democracia a instaurar y desarrollar.

 

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