Uno de estos días, por azar, me encontré en el forro de una maleta las llaves de mi casa de Managua. Me las había metido en el bolsillo, como siempre, aquella mañana de mayo de 2021 en que mi mujer y yo salimos hacia el aeropuerto sin saber que, al cerrarse la puerta tras nuestros pasos, ya no volveríamos a traspasar el umbral.

Recordé entonces, al tenerlas de nuevo en la mano, a los judíos de Sefarad desterrados en 1492 por decreto de los reyes católicos, y cuyos descendientes, siglos después, conservan en Tesalónica, en Estambul, en Jerusalén, las llaves de las casas de sus antepasados, y la historia que cuenta en uno de sus artículos Manuel Vincent (“La Llave”, 2014) del comerciante de ámbar al que se encontró en un mercado de Estambul: “Había realizado varios viajes a España con la llave de una puerta que solo estaba en sus sueños. La puerta ya no existía, pero pensó que, tal vez, la cerradura pudiera estar en manos de algún chamarilero”. Hasta que, “entre los cachivaches de una almoneda, que regentaba un gitano de Plasencia, encontró una cerradura herrumbrosa del siglo XV en la que su llave encajaba y funcionaba perfectamente”. Y dijo: “Así es como se abre y se cierra el destino”.

Una llave guardada abre y cierra el destino, y una maleta abierta significa también las incertidumbres y las esperanzas del destino que pesa sobre todo exiliado en cualquier parte del mundo. Incertidumbre, pesar, nostalgia, esperanza, que son las marcas de la imposibilidad del regreso a la tierra natal.

Cuando salimos de Managua hace ahora tres años, llevábamos cada uno de los dos, como siempre, por razones prácticas, una sola maleta, y esas maletas siguen aún sin cerrarse. El síndrome de la maleta abierta denuncia al exiliado que no se resigna a quedarse, y espera siempre regresar. Estar de paso es hallarse siempre esperanzado de volver.

Como escribe Bertolt Brecht en Meditaciones sobre la duración del exilio: “No pongas ningún clavo en la pared,/ tira sobre una silla tu chaqueta./¿Vale la pena preocuparse para cuatro días?/Mañana Volverás…/¿Para qué hojear una gramática extranjera?/La noticia que te llame a tu casa/vendrá en tu idioma conocido…”

Mientras tanto el clavo no se clava en la pared, la vida del exilio se vuelve una mezcla de ansiedad, infortunios, gratificaciones. La bondad se cruza con las incomprensiones. La cercanía con el alejamiento. La solidaridad con los desentendimientos.

En San Martín el bueno, San Martín el malo, el opúsculo que escribió sobre el exilio del general José de San Martín, el libertador de Argentina, don Gregorio Marañón habla de “el patetismo de lo insignificante en la vida del exiliado”. Lo que por lo general no importa en el país propio, llega a ganar relevancia inusitada en la tierra extranjera, empezando por las escaleras burocráticas por las que hay que ascender cada día quienes buscan arreglar sus papeles migratorios, tener un permiso de trabajo. Un techo.

Caminar sobre piedras,/la casa con la cesta./La casa que no es mía:/hospital o caserna/ gime en su soledad Marina Tsvietáieva, recordando en París la casa de Moscú que sí era suya y sus estancias familiares nunca pudieron parecerle hospital o caserna.

Cuando la maleta se cierra del todo es que se han soltado las amarras y el país lejano se va a la deriva entre la bruma, perdido para siempre, y no se recupera más que en los sueños, y en la memoria, donde realidad, deseo e imaginación se funden y confunden. Nostalgias, figuraciones, cuando “el sueño (autor de representaciones), en su teatro, sobre el viento armado, sombras suele vestir”.

En el sueño recurrente que sueño en mi piso de Madrid me veo entrando al pueblo donde nací subido a un vehículo abierto, a la vista de todos, recorro las calles con la gente asomada a las puertas, paso por la casa de mi infancia donde mis padres están también asomados a las puertas y yo no puedo bajar a abrazarlos porque el vehículo en que voy no se detiene. Se hace tarde, va a oscurecer, pero pienso que cuando termine el recorrido ya tendré tiempo de regresar a encontrarme con ellos a la hora de la cena. Estarán también mis hermanos alrededor de la mesa.

O el sueño en que la calle de Valencia cercana a mi piso de Madrid, que desemboca en la plaza de Lavapiés, va a dar de pronto a la plaza de mi pueblo, voy a pie y paso de una a otra como a través de un cristal invisible que no se rompe,  y allá hay bulla de celebración con música y cohetes como en las fiestas patronales de mi infancia, como en 62, Modelo para armas, de Julio Cortázar, una ciudad que lleva a otra ciudad, de un boulevard de París a un parque de Viena a una cervecería de Oslo a una cama en Barcelona.

El destierro que es “ese sueño hacia atrás en que se empeña la memoria, flota como la nube, pero es más tenaz”, dice en Durante el exilio Víctor Hugo, obligado a huir de Francia por la tiranía de “Napoleón el pequeño”, como llamaba él a Luis Napoleón Bonaparte, y que por obra del exilio escribió Los Miserables en la isla de Guernsey, en el canal de la Mancha. No tan lejos llegó don Miguel de Unamuno, porque se quedó “a las puertas de España, y como su ujier”, según sus palabras, y desde Hendaya podía al menos escuchar las campanas de Irún.

La circular de la policía secreta que forzó a Hugo al exilio, fechada el 3 de diciembre de 1851 decía: “Hoy, a las seis en punto, se ofrecerán 25.000 francos a cualquiera que arreste o asesine a Hugo. Saben dónde está. No le dejen escapar bajo ningún pretexto”.

Cuando una tiranía pone precio a la cabeza de un escritor, significa que las palabras han cumplido su cometido. Ha conseguido que sea lo que debe ser, letra viva, no letra muerta.

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