Ilustración: Juan Diego Avendaño

Algunos hechos recientes nos han recordado el significado del término “legalidad” en los países del “realismo mágico”. Sus fundadores se empeñaron hace dos siglos en incorporarlos a las “naciones civilizadas”, o sea al mundo occidental (del que ya formaba parte Estados Unidos). Por eso, alegaron argumentos jurídicos para justificar su emancipación del Imperio español; y proclamaron como base de la actividad de los nacientes estados las normas del derecho. Pero, pocos han tenido una historia acorde con tales principios. Más bien, en casi todos ha imperado la arbitrariedad: por encima de la ley se impuso la voluntad del “hombre fuerte”.

En Buenos Aires la Cámara de Casación Penal declaró la participación de Irán en la ejecución de los atentados contra la embajada de Israel y una asociación mutualista, así como los intentos de sucesivos gobiernos argentinos de entorpecer la investigación.  En Quito la policía allanó la embajada de México para aprehender a un antiguo vicepresidente a quien se había concedido asilo político. Un tribunal reconoció la ilegalidad del procedimiento, pero mantuvo en prisión al ex-funcionario, condenado antes a pena no cumplida. En Venezuela el organismo electoral impidió la inscripción de la candidatura presidencial de una ciudadana en pleno goce de sus derechos políticos; y el “tribunal supremo” mantuvo la inhabilitación, sin argumentación alguna. En El Salvador, con el propósito de combatir la violencia criminal, que causa miles de víctimas, el gobierno adoptó un programa que supone la violación de derechos fundamentales de los presuntos autores. Todas esas decisiones pretenden ser “legales”.

España legisló ampliamente para sus colonias americanas. Las “Leyes de Indias” constituyen un monumento jurídico, con frecuencia soslayado injustamente. Aún más: aunque el poder del rey era absoluto, la Corona exigía a sus funcionarios el cumplimiento estricto de sus leyes. Los estados emancipados de su Imperio heredaron, pues, una tradición jurídica que sus gobernantes no pudieron ignorar.  Sin embargo, pronto comprendieron que la conformidad con la ley podía ser meramente formal y que se podía lograr mediante previa modificación. No obstante, aquella desviación de conceptos no impidió serios intentos para imponer el estado de derecho, exigir comportamientos jurídicos a las potencias (doctrinas Calvo, Drago y Estrada) y hacer importantes aportes al derecho internacional. Y que impartieran lecciones de valor maestros universales, como Andrés Bello, Juan Germán Roscio, Augusto Teixeira de Freitas, Juan Bautista Alberdi, Francisco García Calderón, Antonio José Uribe, Antonio Sánchez de Bustamante, Luis Recasens Siches o Enrique Sayagués Lasso.

Aunque antiguo, se requiere precisar el concepto (material) de legalidad. Es actuar conforme al derecho, entendido en su más amplio significado: el ius, que Juvencio Celso definió como “lo que siempre es justo y bueno”. Se traduce en normas naturales o positivas, escritas o consuetudinarias. “Lo que es justo”, asentó Tomás de Aquino. La legalidad no se limita a la aplicación de un instrumento normativo (ley o reglamento) emanado del poder público. Exige algo más: la realización de la justicia y el bien común. Por eso, la ley no puede tener cualquier contenido. El mismo debe ajustarse a los principios del derecho; y su ejecución debe realizarse de acuerdo con las exigencias jurídicas (referidas al órgano, titular, objeto, forma, contenido) y con la finalidad para la cual fue creada. De esa forma se limita el poder del estado y sus agentes y se garantiza la libertad de las personas.

La ley no es un instrumento de dominación. Es una regulación de la conducta humana, que toma en cuenta las circunstancias de tiempo, espacio y cultura. Por eso, aun cuando los principios son generales y universales, aquella difiere de un lugar a otro. Sin embargo, su objeto debe ser siempre el mismo: permitir el desarrollo en libertad de toda persona (en virtud de su dignidad). No es, pues, un papel vacío que admita cualquier contenido. Porque la ley no se dicta para asegurar la sumisión al poder. Más bien, para señalar la forma de participación en las actividades de la sociedad en el logro del bien común. Como – no debe olvidarse! – es “expresión de la voluntad general”, la ley garantiza la libertad individual en concordancia con la libertad de todos. Olvidan esa fórmula, que explicó bien Immanuel Kant, algunos mandones que pretenden utilizar “los preceptos jurídicos” para imponer su voluntad.

Concluido el proceso de emancipación en el continente (no así en el Caribe), cada uno de los estados inició una historia particular, porque se abandonaron los ensayos de integración (el de Colombia de 1819 sólo se mantuvo hasta 1830 y el de la Federación de Centroamérica de 1824 hasta 1841). Pero, en ninguno se formuló un proyecto nacional sobre el tipo del “orden social deseable” (G. Burdeau) o modelo de sociedad que se pretendía realizar (con objetivos fijados previamente). Se hicieron después algunos intentos (oligarquías o democracias liberales, sistemas autoritarios, regímenes revolucionarios) que no tuvieron continuidad o fueron violentamente interrumpidos. La carencia de un tal proyecto hace difícil el ejercicio del gobierno y el cumplimiento de los planes (públicos o privados). Se supeditan a los intereses del grupo dominante. No existe continuidad en la acción ni sujeción a las normas, que se cambian con frecuencia; más bien, desorden y anarquía.

La inestabilidad institucional se manifiesta en frecuentes modificaciones constitucionales. Los cambios políticos se traducen en nuevos textos, algunos dictados para legitimar la conquista del poder, no siempre pacífica. Brasil ha tenido 8 constituciones y otras tantas México (sin incluir la de una monarquía extranjera); pero la de 1917 (vigente) ha sido sensiblemente modificada. En Argentina figura una (1853); pero, ha tenido 7 reformas en temas fundamentales. En Colombia se han promulgado 9 constituciones, aunque la de 1886 rigió por 105 años (toda una marca regional!), en Paraguay 6, en Uruguay 7, en Chile 11, en Perú 12, en Bolivia 19, en Ecuador 20 y en Venezuela 26. Después de 1841 El Salvador ha conocido 15 constituciones, Honduras 13 y Guatemala y Costa Rica 8 (la última, de 1949, es la más antigua vigente en la región). Han sido 31 en República Dominicana (desde 1844) y 4 en Panamá (desde 1904).

Diversos factores (de origen natural o social) pueden explicar la inestabilidad que afecta a los países hispanoamericanos. Sus gentes son dadas al vuelo de la imaginación y a la improvisación. Así se han mostrado, desde que los primeros habitantes, separados del resto de la especie, debieron inventar casi todo. Cuando se produjo el reencuentro, los recién llegados, aventureros alucinados, asumieron tanto el medio inmenso como maneras distintas de vivir. Los pueblos que resultaron del mestizaje (que no hubo en el Norte) heredaron la inclinación por la desmesura, la irrealidad, la rebeldía. Siempre hubo resistencia al poder o formas de transgresión social. Al sonar la independencia estaba bien asentada la inclinación por la acción desordenada, el espíritu libertario, la búsqueda de lo imposible. Bastaba decretar su ejecución: “Si se opone la naturaleza lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”, proclamó (?) Simón Bolívar sobre las ruinas de Caracas en 1812.

España dictó buenas leyes para sus colonias y estableció un sistema judicial para procurar su cumplimiento. También creó órganos de gobierno y administración, cuyas actividades se pretendía controlar desde la Metrópoli. Pero, las leyes, que se juraban y acataban, no siempre se cumplían. América estaba a un océano de distancia. Durante la guerra de independencia – larga y terrible – aquella organización fue sustituida. Al mismo tiempo desapareció gran parte de las estructuras de otras instituciones (Iglesia, gremios). Los nuevos Estados debieron vencer la anarquía, imponer el orden y restablecer las actividades de la vida civil (especialmente las económicas), tareas que resultaron difíciles. Porque la independencia se consiguió “a costa de todo lo demás”. Luego, los “héroes” demandaron la herencia, “El mundo es de los valientes” alegaba el comandante Pedro Carujo. Mientras tanto, no se atendieron las exigencias del desarrollo económico y los reclamos de justicia social, causas de violencia e intranquilidad.

La inestabilidad política, que revelan las frecuentes reformas constitucionales, es uno de los problemas más graves de las sociedades latinoamericanas. Con frecuencia degenera en conflictos (incluso internacionales). Impide el desarrollo económico y social, porque envuelve modificación de los planes y programas públicos y privados. Supone costos adicionales en materia de seguridad y provoca pérdida de recursos. La historia reciente demuestra las ventajas de la estabilidad, en escenarios tan distintos como Europa o China; y también las consecuencias de los cambios reiterados. América Latina y África continúan sujetas al subdesarrollo mientras juegan a las revoluciones de remolinos y marionetas.

X: @JesusRondonN

 


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