OPINIÓN

La figura femenina, el poder y la cultura pop

por Aglaia Berlutti Aglaia Berlutti

Con frecuencia, la idea de la víctima propiciatoria es lo suficientemente atractiva como para que se incluya en la mayoría de las películas de terror, sea cual sea su subgénero. Desde la clásica Final Girl hasta la Scream Queen, la figura de la mujer que a pesar de todo sobrevive a un tipo de violencia convertido en una figura amenazante forma parte del imaginario de la fórmula de las historias en que el mal es una figura preponderante. Por supuesto, también se trata de una percepción de la lucha por la supervivencia desde cierta perspectiva primitiva: para buena parte de las tradiciones mistéricas o religiosas precristianas, las representaciones de la muerte aparente y la resurrección por medio de una batalla simbólica, formaron parte de ritos de paso lo suficientemente importantes como para elaborar un concepto sobre el sacrificio sacramental que perdura en la memoria colectiva.

Desde Arianna —que logró descubrir la manera de sobrevivir al tétrico laberinto de su pueblo—, las víctimas propiciatorias de Tracio hasta las Amazonas, las mujeres que logran sobrevivir a partir de su astucia y fuerza, es un motivo recurrente en el arte y la literatura de todo el mundo. Sherezade, logró salvar la vida gracias a su inteligencia y talento para las historias. Lucrecia de Roma, sobrevivió a su violador, solo para someterlo al escarnio público y salvar del deshonor a su familia. La Mandrágora de Hanns Heinz Ewers, que no solo es hija del horror sino, además, la sobreviviente esencial, con toda su carga simbólica de nacer del pecado y prosperar gracias al terror. Una y otra vez, el arquetipo de la mujer víctima que toma el poder del que fue despojada, se repite hasta crear una idea más convincente —y sin duda poderosa— de lo que podría ser por el mero hecho de enfrentarse al peligro. Y sin duda, es esa reencarnación de la mujer que batalla para sobrevivir y sortea todo de dificultades hasta triunfar, la versión más primitiva de un mito que parece repetirse en la actualidad con más frecuencia del que suponemos. Una historia primitiva con raíces profundas en el subconsciente colectivo.

Con su carácter revisionista, el cine de terror no solo encontró en la víctima una forma de mostrar los límites de lo que puede aterrorizar, sino de tocar un sutil vínculo con un tipo de idea seudo mitológica que pondera sobre el poder de la muerte sobre la vida. Una y otra vez, el género creó la percepción de la fragilidad como un elemento ineludible del terror y también, una tentación insoportable y la mayoría de las veces, peligrosa. El Drácula de Bram Stoker no solo se siente atraído por Lucy Westenra por su belleza, sino también su pureza. Otro tanto ocurre con los vampiros de Anne Rice, cuya mayor aspiración es la “sangre inocente”. Incluso en la ya icónica El alma del vampiro de Poppy Z. Brite, la figura de la inocencia es el reclamo inmediato para la sed de sangre y la necesidad de posesión. Como si del mero impulso sexual se tratase, la correlación entre el furor asesino y la virginidad —o lujuria— de la víctima parece ser parte de una serie de planteamientos que se remontan a la literatura medieval e incluso, a textos muchos más antiguos. La muerte convertida en amor —a la usanza de Perséfone y Hades— y la vida — en toda su fragilidad y pureza— en un límite entre el bien y el mal.

Se trata de una idea muy freudiana, por cierto, la de equiparar el furor asesino con la gratificación sexual. Ya lo decía el escritor Robert Ressler en su libro Asesinos en serie: muchas veces la pulsión asesina tiene un inmediato componente de frustración sexual. De forma que no resulta del todo osado suponer que el asesinato — en su forma más salvaje y despiadada — es una expiación al deseo, una forma de expresar la noción sobre el amor y la necesidad insatisfecha. No es casual, que la mayoría de los asesinos de la pantalla grande maten a parejas que disfrutan del sexo o incluso, a las víctimas sexualmente atractivas. La correlación es obvia y elocuente: hay una percepción conceptual muy profunda sobre la noción de la vanidad del asesinato, entremezclado con el deseo como elemento de la personalidad y lo esencial del ser humano. Al combinar ambas cosas (al crear una idea perenne y solemne sobre el deseo y la violencia) las películas de terror parecen crear un puente de cristal entre la comprensión del asesinato como parte de algo más enrevesado que el mero hecho de matar y algo más profundo. Una disyuntiva en la que la capacidad del hombre para asimilar su propia naturaleza resulta algo más poderoso y salvaje. Una mirada a un tipo de instinto —matar y morir, el deseo y la insatisfacción— que resulta casi un mapa de ruta a través de las incontables capas de simbología de la cultura popular. El asesinato como el horror máximo y el sexo —su posibilidad, la representación carnal de la lujuria— una versión de lo moral que escapa a cualquier interpretación sencilla.

Pero más allá de las consideraciones sobre el carácter simbólico de la víctima que sobrevive, es evidente que las nuevas figuras femeninas en el cine de terror han sido redimensionadas, cuando no, llevadas a una nueva forma de dialogar con la metáfora sobre la vida y la muerte que representa. Como figura esencial del género, la sobreviviente es también la piedra angular de una idea particularmente complicada sobre la identidad escindida de lo femenino tanto en la cultura popular como en el folklore. La percepción sobre el poder primigenio asociado y construido a través de la capacidad de la mujer para crear vida —o para asegurar la supervivencia del conocimiento— convirtió a las diosas en parte fundamental de la forma en que se concibe la naturaleza humana. De manera que su relación con el miedo y lo que lo provoca —quizás la concepción más antigua de todas sobre la naturaleza humana— se relaciona de manera directa con la forma en que comprendemos lo moral y lo ético dentro de la connotación ritual que sostiene toda historia.

Durante buena parte de su historia, el cine de terror dedicó su atención a las relaciones de poder y al miedo subvertido en una forma de dominación. Desde los primeros monstruos que atravesaban poblados para matar con las garras extendidas hasta los asesinos escondidos entre las sombras, la figura del mal subvertido en impulsos y deseos llevó a la pantalla grande un viejo tópico de la literatura: el de la tentación y el impulso homicida, rodeado por algo más duro de asimilar. La factoría Hammer fue la primera en construir toda una industria basada en las viejas historias reconvertidas para un público ávido de emociones intensas y que encontraba placer en el miedo. Sus series de Drácula y otros monstruos terroríficos, iluminaron la pantalla hasta crear un lenguaje propio sobre lo que el miedo podía ser —y como podía concebirse— a través del vehículo extraordinario del cine. Después llegaron obras más elaboradas y concienzudas, concebidas para llevar al miedo a un nuevo terreno y una versión consistente sobre esa latente brutalidad intrínsecamente relacionada con el pensamiento del hombre en cualquier época. De nuevo, la víctima propiciatoria era una mujer joven, hermosa y físicamente atractiva, mientras que la sobreviviente, era el rostro vivo de la inocencia. Entre ambas cosas —y sus infinitas graduaciones— una moralidad atípica subvierte el orden de los cánones de terror en algo más esquemático. En una versión de la realidad convertida en una idea más elaborada y compleja.

Claro está, con el correr de las décadas, la fórmula de la joven tentadora sometida al deseo del asesino de turno, terminó por erosionar la raíz central de su planteamiento. Después de todo, la figura femenina atravesó una reinvención inédita a partir de la década de 1960, que culminó en una ruptura de paradigma que tuvo todo tipo de implicaciones. La víctima —pasiva, aterrorizada y la mayoría de las veces sujeta al brazo de su salvador— evolucionó hacia una mujer que podía salvar su vida gracias a su astucia y también, el suficiente valor para luchar contra el riesgo. Pero de nuevo, el arquetipo pareció imponerse: The Final Girl continuaba encarnando a las virtudes de la virgen canónica de mitologías mucho más antiguas. La inocencia triunfando sobre la violencia. La castidad sobre la impunidad sexual. De pronto, la figura femenina podía enfrentarse al asesino —y lo hacía— pero solo mientras pudiera conservar cierto acento virtuoso. La chica final —la sobreviviente— se transformó en emblema de todo tipo de prejuicios y también, de cierto mirada paternalista y condescendiente sobre la mujer.

En el año 1978, el director John Carpenter se atrevería a ir más allá y reconstruyó el género con Halloween, en donde la violencia continuaba siendo la principal protagonista, pero también, la forma en que la chica sobreviviente podía batallar contra sus implicaciones. Laurie Strode —encarnada por una jovencísima Jamie Lee Curtis— no solo logra sobrevivir a la cadena de asesinatos, sino que encarna además a un nuevo tipo de heroína en ciernes que brindó sentido a toda una nueva generación de películas de terror. Con su mínimo presupuesto y su propuesta extravagante, Halloween encontró una forma de nuclear la fórmula del horror tradicional con algo más sustancioso. Laurie es una víctima propiciatoria al uso, pero en realidad no está dispuesta a permitir que el enmascarado Michael Myers la asesine. Su fortaleza reside en el miedo y sus intentos por sobrevivir son mucho más articulados que intuitivos, lo que permite al personaje convertirse en una contrincante real para el asesino. Al final, Carpenter es una mirada insistente y dura contra la versión de la mujer en peligro y sometida a la violencia, sin posibilidades de lucha.

Claro está, el terror —como género— ha sido parte de la forma en que la cultura se comprende a sí misma y sobre todo, analiza sus símbolos y límites. Cada época no solo tiene una forma de interpretar el mal sino un monstruo que lo representa, lo que crea una percepción de considerable importancia sobre las raíces y percepciones de lo terrorífico. De una u otra manera, lo que nos asusta o puede asustarnos, crea una intricada red de conexiones que sostienen la percepción sobre el bien y el mal como elementos absolutos. Lo mismo ocurre con la víctima propiciatoria y su evolución como Final Girl, de pronto la mujer que sobrevive es mucho más que una puerta abierta para comprender el origen de todos los misterios —y el vínculo con la violencia— y sobre todo, más que una sobreviviente casual. La nueva Final Girl tiene la capacidad no solo de encarnar un hilo conductor entre el peligro que le acecha y algo más elaborado, violento y complejo que el nuevo cine de terror explota de manera inteligente y con singular eficacia.