Estoy enganchado a una serie policial (Mindhunter, 2017). Las historias de asesinos de mujeres son reales. La primera temporada de este thriller se ha convertido en parte de mi rutina últimamente, es decir, hago la vida normal de alguien que está de vacaciones, solo que pienso a menudo en los diferentes casos y en los personajes.
Cuando llega la noche enciendo el televisor y conecto con el oscuro mundo del crimen. Dos agentes federales, Holden Ford y Bill Tench, se dedican, entre otras cosas, a realizar entrevistas a asesinos secuenciales (asesinos en serie) en el interior de las celdas de las prisiones en las que se encuentran recluidos. El guion combina la veteranía del agente Tench con la juventud del agente Ford. Mientras interrogan amigablemente a los asesinos, les ofrecen café y cigarrillos, fingen empatía con ellos, toman notas y graban los diálogos en un magnetófono. Con los datos recogidos tratan de esbozar perfiles psicológicos de conductas anormales para evitar futuros actos criminales. La idea es entender qué pasa por la cabeza de un asesino.
Ayer me quedé dándole vueltas a una situación que tuvo lugar con uno de los presos entrevistados por la pareja. Uno de los agentes adoptó una estrategia fuera de lo común. El agente Ford quiso ponerse a la altura del recluso dirigiéndose a él en términos inapropiados, por decirlo de alguna manera. La verdad es que logró desconcertarle. Si creemos lo que nos muestra la cámara, el asesino no reaccionaba bien ante el descaro del inquieto agente.
El entrevistado no entendía la posibilidad remota de que existiese nadie como él, nadie igual de cruel, y mira tú por dónde encuentra a un miembro de las fuerzas del orden que se pone a su altura y le rompe los esquemas.
A pesar del alivio que uno pueda sentir al observar la reacción primaria del asesino, uno entiende también el enfado del jefe de los federales tras escuchar la grabación. El jefe defiende que nunca deberían confundirse las formas ni el lenguaje de un criminal con las maneras de un agente del FBI