El comienzo del 2023 trajo consigo una vigorosa cadena de protestas sociales en todos los estados del país, que ha levantado los ánimos y las expectativas de los defensores de la democracia y la libertad. Sí, como ha sucedido con frecuencia en nuestra historia reciente, enero vino caliente, y es de esperar que esta temperatura se mantenga en febrero, sobre todo si el liderazgo gremial sigue sumando apoyos y puede, además, sortear el hostigamiento y los obstáculos diversos que el régimen empezó a ejecutar.

Hay que destacar que, más allá de la honda frustración que tomó cuerpo dentro de importantes segmentos sociales, dando pie, entre otros factores, a la gigantesca emigración de los últimos años, el venezolano común nunca ha dejado de quejarse por la diversidad de males que han afectado de forma tan dura su calidad de vida y han desatado una de las crisis humanitarias más agudas en todo el orbe en las últimas décadas.

Varias ONG, como el Observatorio Venezolano de la Conflictividad, han tomado dato de las numerosas protestas realizadas a diario en estos últimos años en los distintos rincones de la geografía nacional, motivadas principalmente por la crisis de los servicios públicos (agua, gas, electricidad, salud, educación y un largo etcétera). Basta revisar las redes sociales ―y la escasa prensa escrita que sobrevive― para constatarlo. Pero estas protestas se han caracterizado por ser muy localizadas, llenas de espontaneísmo y sin ningún tipo de articulación ni de ―hablando en los términos propios de las teorías de sistemas de nuestros predios politológicos― ni de agregación de intereses. Es decir, no tenían ninguna posibilidad de trascender ni de generar ningún impacto en las políticas públicas (más allá de la sortaria piedad de algún alcalde o algún poder local) ni de provocar tensiones en los predios del poder.

Lo que está sucediendo ahora es distinto. Estamos presenciando movilizaciones masivas y recurrentes, claramente articuladas, con objetivos comunes y con un liderazgo compartido (un comando o coalición nacional intergremial)  que coexiste y trabaja con la dirigencia de las regiones y ciudades. Ahora bien, esta agenda y esta capacidad de acción no han surgido de un día para otro. Fue fruto de un esfuerzo de motivación y organización que empezó hace unos años, antes de la pandemia, siendo quizás su punto seminal ―que no el único, cierto─ la formación del Frente Amplio Venezuela Libre, creado en el marco de la MUD en 2018, cuyas protestas primigenias fueron, en general, muy poco concurridas. Puntualización que nos permite hacer una doble constatación: la primera, que no todas las decisiones de la antigua MUD y del liderazgo democrático opositor de los últimos años han sido erradas, y que no todo ha sido arar en el mar; y la segunda, en estrecha conexión con la anterior, que en la lucha política y social los frutos de la acción ─sobre todo cuando se trata de asuntos estratégicos─ pueden tardar años para verse y recogerse.

El precedente más destacado, y, a la vez, principal punto de inflexión de todo este proceso de potenciación y organización de la protesta social fue, sin duda,  la indignación que produjo en los gremios universitarios y de la educación básica, la salud y empleados públicos en general, la aprobación e implementación del famoso Instructivo Onapre, un adefesio de la Oficina Nacional de Presupuesto, que birlaba no solos los derechos consagrados en la Ley Orgánica del Trabajo y demás instrumentos legales, sino también las estipulaciones establecidas en las convenciones colectivas exprés, esto es, elaboradas e impuestas subrepticiamente por el mismo gobierno, en connivencia con sus sindicatos acólitos (estipulaciones que, de por sí, ya son precarias y desventajosas para los trabadores). Eso disparó las movilizaciones a finales de 2022, logrando ─sin tener el carácter multitudinario de estas de 2023─ al menos que se detuvieran algunas de las disposiciones más perjudiciales (todavía está fresca en la memoria la decisión del TSJ diciendo, descaro de por medio, que el Instructivo Onapre no existía, ante las demandas de nulidad introducidas).

Ahora bien, las actuales protestas tienen una trascendencia singular, no tanto porque demuestran que el régimen perdió el apoyo popular ─algo consabido desde hace ya algunos años─ sino porque ponen de manifiesto ─junto a otros acontecimientos, como las movilizaciones de los obreros de Sidor en Ciudad Guyana─ el resurgimiento, como el ave Fénix, del movimiento laboral organizado, notoriamente diezmado y disminuido a lo largo de dos décadas de chavomadurismo, debido a la formación de sindicatos paralelos y patronales, la anulación de sus procesos electivos por TSJ, el secuestro y burla de las convenciones colectivas, y la persecución y encarcelamiento de sus dirigentes legítimos, entre otras innumerables formas de acoso y reducción. Esto es, en alguna medida, una verdadera hazaña, posible solo por la paciencia, la resiliencia y el desarrollo de formas de solidaridad, articulación y apoyo entre los distintos gremios y movimientos sindicales.

Se puede entrever, de buenas a primeras, la diferencia de esta nueva ola de movilizaciones con las protestas de 2014 y 2017, que contaron con el protagonismo, fundamentalmente, del movimiento estudiantil y de las comunidades y sectores sociales de las clases medias, y solo una discreta participación de los gremios y sindicatos; rasgo que fue utilizado por Maduro, Cabello y compañía para alimentar la polarización social y política y el odio de clases, reivindicando la representación ─en el manido discurso del socialismo del siglo XXI─ de la clase obrera. Con lo que está sucediendo en estos momentos, esta narrativa se les ha terminado de quebrar.

El contexto, sin embargo, ha cambiado mucho y esto condiciona, de alguna manera u otra, el sentido último y los propósitos de las protestas. Una situación como la actual, en la que los partidos opositores han perdido mucho apoyo en el ánimo popular, y con un movimiento estudiantil alicaído y desarticulado ─sufriendo, todavía, los estragos de la fiera represión sufrida en aquellos años─ sería poco sensato plantear una agenda política maximalista, que ponga como meta inmediata el desplazamiento de la corporación político-militar en el poder, mucho más cuando ya está claramente establecida una ruta para el 2024, que procura derrotarlos en el terreno en el que se consideran invencibles y  donde más les duele (las elecciones). Hay que ver con mucha desconfianza cualquier búsqueda de atajos en circunstancias donde lo importante es empoderar y consolidar al movimiento gremial y de los trabajadores, y arrancarle significativas reivindicaciones socioeconómicas y políticas a este régimen corrupto e incompetente que, nuevamente, lleva al país por el terreno de la hiperinflación y la crisis humanitaria.

@fidelcanelon


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