Este año 2020 ha tenido la particularidad de colocar al mundo entre el tedio de las cuarentenas y la incertidumbre generada por hechos inusitados. No obstante, en Venezuela, incluso con tanta tragedia, lo que se avizora es el asco ante el eterno retorno de lo igual. Sonará duro, pero la realidad del caso es que vivimos en un refrito incesante. Han pasado más de veinte años y, por alguna razón, uno tiene que calarse los mismos hechos, oír las mismas proclamas y tener que hablar de los mismos actores políticos.
Siendo así las cosas, salvo que acontezca un cambio de rumbo, no ha de sorprendernos que nuestro dolor termine volviéndose, tanto para aquellos afuera como para nosotros adentro, un triste capítulo que ya no es noticia; una actualidad que nadie sabe cómo cambiar. Seríamos, ya en ese sentido, como Cuba, Nicaragua o Corea del Norte.
Es difícil no pensar de esta manera cuando, en términos políticos, lo que yace en nuestro horizonte es la nada. A los venezolanos no nos importan las simulaciones electorales, llámense como se llamen. Sea elección parlamentaria o consulta popular, las mismas no cambiarán absolutamente nada. Lo que sí demostrarán es que la clase política está abocada a hacer las mismas cosas de diferentes maneras. El régimen se encargará de cascarle a nuestra institucionalidad inexistente una elección espuria más, mientras que la seudooposición procederá a consultar lo ya consultado anteriormente para ver si esta vez hace algo.
Es inimaginablemente frustrante sentir cómo las horas, los días y los años pasan como arena entre los dedos de la inercia. Nuestro país se siente como un limbo en donde todo sucede, pero nada realmente cambia. Por ello, hay algo en nosotros que busca un quiebre con la monotonía, algo que anhela profundamente una solución verdadera para lo que nos aflige.
Ejemplo de dicho anhelo es el nivel de vigilancia que muchos ciudadanos han puesto sobre las elecciones estadounidenses. Más allá de la importancia general que tiene Estados Unidos para el mundo occidental, la realidad de fondo, en el caso de los venezolanos, es que muchos hemos visto en el vecino del norte una mínima esperanza de cruzar por fin el rubicón.
Desesperados como estamos, hemos buscado el quiebre en un factor foráneo. Lo buscamos con vehemencia, en parte porque sabemos que lo necesitaremos, pero también porque sostenemos la convicción, sea consciente o inconsciente, de que afuera hay actores que no actúan conforme al libreto al que nos tienen acostumbrados en lo doméstico. Dicho en otras palabras, no solo es el nivel de degradación nacional lo que nos impulsa ver hacia afuera, sino que también es el hartazgo que tenemos hacia la dirigencia local.
Ahora bien, aun con lo comprensible que pueda ser nuestra frustración, la realidad del caso es que también tenemos que buscar agentes de cambio entre nuestra propia gente. Para esto, primero debemos admitir que el venezolano no está irremediablemente viciado. El porqué es sencillo; si nos consideramos a nosotros mismos como insalvables, no habrá mucha motivación para explorar nuestro potencial.
El derrotismo y el autodesprecio que nos han buscado infundir tras tantos embates deben ser vencidos, ya que darles espacio lleva a un ciclo vicioso donde la desgracia se acentúa y la repartición de las culpas se entroniza. Para poder mitigar este ciclo debemos aprender a matizar las circunstancias. Muchos venezolanos podrán ser culpables de nuestra situación, pero eso no nos incluye a todos por igual.
Si nuestro problema de fondo, tal como lo fue hace ya más de veinte años, es la falta de representatividad y confianza, entonces no nos queda otra que buscar nuevos interlocutores. Dicha tarea, por supuesto, no es nada fácil. Sin embargo, no es imposible. A pesar de los “liderazgos” enquistados de hoy, hay un vacío innegable, un cráter de hecho, entre la ciudadanía y la dirigencia. Ese hueco es uno que, día tras día, se vuelve más grande y está destinado a ser llenado, tarde o temprano, porque como bien lo expresó Aristóteles; la naturaleza aborrece el vacío.
Si es acertado reconocer que nuestra sociedad produce a nuestros sinvergüenzas, también es válido admitir que esta también produce a nuestros héroes. En este país, cuando se quita el ojo sobre lo netamente político, uno ve a una mayoría que es trabajadora, ingeniosa y decente. Cuando uno realmente ve de cerca al venezolano uno ve a un gentilicio con una capacidad creadora formidable; tanto es así que, inclusive ante la destrucción de todo lo que daba por sentado, el venezolano innova, resuelve y propone. Ese espíritu debe llegar a la política nacional, no sabemos cuándo lo hará, pero sabemos que lo único que se necesitará para ello es que Venezuela se reconozca a sí misma.
@jrvizca