“Yo acuso a los gobernantes de haber abusado de mi obediencia». Adolf Eichman, Jerusalén 11/04/1961.
Con esta terrible frase, el responsable de instrumentalizar la logística para asesinar a millones de seres humanos argumentó su defensa, ante el Tribunal Especial de Jerusalén, conformado para juzgarlo por su participación en la llamada solución final, eufemismo conque los nazis denominaron el plan de exterminios de la población judía.
Eichman no se arrepintió de sus crímenes, aferrado al concepto de la obediencia debida, se limitó a señalar que el era parte de un engranaje al que había jurado lealtad y que solo cumplía órdenes.
He vuelto a considerar mis reflexiones sobre el libro de Hannah Arendt, motivado por un llamado a pedir perdón a los jóvenes detenidos por el gobierno socialista, aparecido en X.
No sé si lo hago porque me siento responsable de haber contribuido al montaje de los rieles que condujeron a esos jóvenes a las cárceles donde los recluyeron acusados de terrorismo.
O quizás porque necesito justificarme, a mí, la conducta que implica la militancia en los partidos marxistas leninistas, con su carga de dogmatismo y fe ciega.
O tal vez, porque creo que el pedido de perdón debe rebasar la banalidad del arrepentimiento cristiano, para convertirse en acciones, capaces de reparar el mal causado, que en mi caso tiene que ver, con mi participación durante años en la prédica del socialismo y la ideologización colectiva que, seguramente, en mayor o menor medida, contribuyó al ascenso del líder que inició este desastre.
No sé si la persona que desde el púlpito de la nueva iglesia que conforman las redes nos invita con sinceridad a implorar un perdón generacional y colectivo a los jóvenes, o si por el contrario solo desea llamar la atención de sus correligionarios.
No lo sé ni me atrevo a juzgarlo.
Pero la invitación queda abierta.
Deseo que jamás el mundo vuelva a tener otro Eichman, capaz de trasladar, tan efectivamente desde centros de deportación y concentración, a seres humanos con destino a los campos de exterminio, sin mostrar, siquiera, algún rasgo de humanidad.
La autora concluye respecto al nefasto personaje, que entre otras cosas su postura moral se debe a que nunca cuestionó su participación y a la ausencia del pensamiento crítico.
Afirma Arendt que cualquier ser humano, común y corriente, como usted y como yo, puede cometer las peores atrocidades si se deja llevar por la obediencia irreflexiva.
En Venezuela jamás tendremos a nadie capaz de cometer las aberraciones de Heichman (digo yo…).
Sin embargo, parece que hay compatriotas planificando las formas de sometimiento y sumisión de nuestros jóvenes, hablan, con lenguaje totalitario, de procesos de reeducación y reforman cárceles con esos fines.
Y en cuanto a la obediencia ciega, tenemos de sobra a los rodillas peladas, que juran lealtad a los gobernantes, bien sea por la ideologización de que han sido víctimas, por los privilegios y beneficios que disfrutan, por ser parte del engranaje, tal como argumentó la defensa de Eichman, o por la falta de pensamiento crítico que Hannah Arendt, define en su discurrir filosófico.
Para que los gobiernos se transformen en regímenes, luego en autoritarismo y continúen su degeneración hacia el totalitarismo, necesitan tanto a sus aliados, como a los “cooperantes” pasivos.
Los colaboradores pasivos son aquellos que por ideologizados, por carencia de pensamiento crítico, por admiración o por “amor” al caudillo, por ambición, por represalias o chantaje, se rinden a sus pies sin pensar en la validez moral o ética de las exigencias del régimen.
Quienes hayan participado de la promoción, conformación, gestión y disfrute de los privilegios del régimen, no pueden un día despertar, sorprendidos de los resultados de sus acciones.
No pueden mostrarse, lastimeros, como si estuvieran regresando de una luna de miel, acompañados de una pareja, que descubrieron maltratadora y cruel.
No son las víctimas inocentes de un matrimonio fallido.
Son perpetradores, o por lo menos cómplices.
No tiene sentido ni puede resultar creíble, ni el pedido, ni el ruego, ni siquiera la imploración del perdón de los jóvenes, cuando han arrastrado a situaciones similares a niños, mujeres y ancianos.
No basta con pedir perdón, ni como diría nuestro cantor, tampoco basta rezar.
Los daños causados en el país tienen dimensiones demográficas, le dañaron la infancia a los jóvenes a quienes piden perdón y están dañando a los niños de hoy.
No basta el perdón para corregir los estragos irreversibles de la desnutrición, la falta de educación, la deformación moral y ética, no pueden corregir lo que hicieron para llevar a las niñas venezolanas a hacer lo que hacen, para contribuir con el sustento de sus hogares, cuyos padres siguen la promesa de crucifixión, que les ofrece la diáspora.
El perdón no basta para recuperar el futuro que les negaron.
No es justo compartir las responsabilidad personal con toda nuestra generación.
El mal lo causamos los que promovimos la utopía socialista y los otros, los que construyeron la distopía que nos envuelve con su manto de miseria y nos roba la esperanza.
Para pedir perdón hace falta una profunda reflexión crítica sobre nuestras acciones, una evaluación sincera de la formas en que nuestros actos motivan y causan el mal.
No basta con el falso arrepentimiento cristiano, es necesario emprender acciones reales, personales, comprometidas, que efectivamente, conlleven la reparación del mal por el que pedimos perdón, de lo contrario el perdón que buscamos no será más que una postura social, una simple banalidad mediática.
@wilvelasquez
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