El doctor Henry Kissinger, en su libro ¿Necesita Estados Unidos una política exterior? (2001), hacía referencia a la amplia gama de problemas confrontados por la nación norteamericana a inicios del siglo XXI, con particular atención sobre asuntos críticos como la Rusia de Vladimir Putin, la China indiscutiblemente emergente, la globalización y los crecientes requerimientos de intervención humanitaria a nivel mundial. En tal sentido, instigaba a los norteamericanos a comprender que la política exterior debía edificarse sobre la base de sus confirmados intereses nacionales o aquellos que deberían serlo en el futuro previsible. Algunas de las cuestiones identificadas en su análisis, se reducían a los desafíos planteados para la economía mundial, al movimiento de capitales y a las comunicaciones desarrolladas en tiempo real, así como también al progresivo distanciamiento entre Estados Unidos y Europa y la prospectiva de nuevas alianzas entre bloques o países que podrían unirse contra sus presuntas ambiciones imperialistas. Kissinger no solo se aproximaba a la nueva realidad internacional, sino además asumía una novedosa perspectiva sobre el papel que debía tener la diplomacia norteamericana en los asuntos mundiales. Del libro que comentamos se desprende el audaz preludio de un nuevo orden mundial.
Kissinger ya era fuente de inspiración, incluso de aprendizaje para sucesivas generaciones de geo-estrategas, funcionarios del servicio exterior de las distintas cancillerías e incluso académicos de la diplomacia mundial, de lo cual podía adquirirse una erudita aproximación al proceso de toma de decisiones en los ámbitos políticos y de seguridad en el más amplio sentido. Naturalmente, los puntos de partida debían ser las nociones de “equilibrio estratégico” y “orden legítimo” del sistema de relaciones internacionales entre las naciones civilizadas —se trata de dos fundamentos capaces de definir tendencias sobre un sistema internacional unipolar o multipolar, según fuere el caso—. En definitiva, se trata de encontrar esos equilibrios reguladores del sistema de relaciones, prescindiendo —en cuanto sea posible— de las posturas ideológicas que confrontan el capitalismo con el comunismo y todas esas consideraciones dogmáticas que de suyo hacen más difícil alcanzar consensos necesarios.
Los posibles acuerdos deliberados entre las grandes potencias opuestas por las razones económicas y políticas hasta ahora conocidas estarían llamados a reducir las habituales tensiones, facilitando una cierta estabilidad proclive a la instauración del “orden legítimo” —ello influiría sobre los diversos actores ubicados en zonas geográficas eventualmente conflictivas—. Nada enteramente nuevo si lo vemos a la luz de los convenios históricos que —por ejemplo— pusieron fin a la guerra de Vietnam o auspiciaron operaciones de desarme. Igual puede ocurrir que tales acuerdos no sean alcanzables en la práctica, lo que inexorablemente nos llevaría —entre otras posibilidades— a los entendimientos tácitos que reservan a las partes sus respectivas zonas de influencia, incluso podrían modelarse alianzas insólitas, como aquella apertura de Estados Unidos hacia la China de Mao durante la administración del presidente Nixon, tanto como a la intervención soviética en Afganistán (1978), a la coalición de países encabezada por Estados Unidos que dio lugar a la guerra de Irak (2003), o a la actual guerra de Ucrania.
La visible exaltación de la clase política norteamericana, parece ser consecuencia de la disminución progresiva del liderazgo estadounidense en la escena internacional. Se hace evidente aquello que Kissinger advirtió como adaptación tardía de su política exterior y de seguridad y defensa a los cambios sobrevenidos en el sistema de relaciones internacionales. A ello se añade que, en ocasiones puntuales, Estados Unidos no parece estar en capacidad o simplemente no está dispuesto a desempeñar el papel de guardián del orden global.
“…Los cambios dinámicos que se producen hoy en el panorama internacional —ha dicho recientemente Vladimir Putin— son en gran parte resultado del coraje y la resiliencia de nuestras Fuerzas Armadas, nuestros héroes. Fueron ellos, con su valor, con sus victorias diarias, quienes crearon las condiciones para el inicio de un diálogo serio, un diálogo sobre la solución fundamental a la crisis ucraniana y otras crisis…”. Esta declaración del presidente de la Federación Rusa —quien ignora deliberadamente el elevado costo en vidas humanas y pérdidas materiales incurridas por la potencia invasora, así como el coraje de los ucranianos y el decidido respaldo conferido por las naciones de Occidente—, lo sitúa a la cabeza del modelo político y moral hobbesiano, o aquel sustentado en la defensa de un Estado vigoroso y totalitario, sobre el cual prevalece una visión pesimista de la naturaleza humana —el parecer monista y homogéneo de la humanidad, en oposición a la idea pluralista dominante en nuestro mundo actual—. Al modelo en comentarios, se contrapone el Estado Liberal de Locke, que supone la igualdad de los ciudadanos ante la ley y el ejercicio del voto popular como condicionante de la legitimidad de origen del gobierno en funciones, igualmente sustentado en la doctrina de la resistencia —la idea del pueblo soberano y su derecho a oponerse a los excesos de la autoridad constituida—.
Kissinger igualmente nos aporta una interpretación del Orden Mundial en su último libro publicado en 2014, una meditación profunda sobre las raíces de la armonía internacional y el desorden global. Desdobla un análisis histórico y actual sobre el desafío final del siglo XXI: cómo construir un orden compartido en un mundo de perspectivas históricas divergentes, conflictos violentos, proliferación tecnológica y extremismos ideológicos. Desde una perspectiva escéptica del mundo actual —realpolitik, o la defensa pragmática del interés nacional—, concluye que no habrá tal cosa como un choque entre civilizaciones, ni tampoco el dominio absoluto de la democracia liberal y la economía de mercado sobre otras formas de pensamiento y acción. Observa que nunca ha existido un verdadero orden global, en tanto y en cuanto las civilizaciones que nos anteceden, han delineado sus propios conceptos de normalidad en las relaciones —cada una de ellas se consideró el centro del mundo, asumiendo que sus principios distintivos iban a ser universalmente aceptados—. Los asuntos internacionales de nuestro tiempo tienen lugar en la escala mundial —las diversas concepciones de orden global coexisten y se encuentran—. No hay consenso entre los actores fundamentales, sobre las reglas llamadas a organizar este proceso y a establecer sus límites. En ese camino, siempre que hubiere buena voluntad entre las partes y una razonable contribución de civilidad, pudiera converger un sistema que asegure el equilibrio y el respeto mutuo entre los actores principales, que no comprometa la seguridad de las regiones geográficas interactuantes y sin que ello menoscabe el sosiego de las naciones civilizadas.