Desde el puerto de embarque para la Flota de Indias –situado en Sanlúcar de Barrameda, en la desembocadura del río Guadalquivir–, zarpó Cristóbal Colón el 30 de mayo de 1498, acompañado de Alonso de Ojeda y de otros heroicos navegantes en el tercero de sus viajes transoceánicos, precisamente aquel en que tocará por primera y única vez en tierras continentales del Nuevo Mundo –Macuro, o la isla de Gracia así nombrada por el Almirante, quien en vida no atinó a realizar la colosal magnitud de su hallazgo geográfico del 12 de octubre de 1492–. Había reconocido la isla de Trinidad, la Boca del Dragón y de la Serpiente, advirtiendo –como venido del paraíso terrenal–, el torrente de aguas dulces provenientes del soberbio Orinoco. Pronto comprobarán los españoles no solo la riqueza originaria de los placeres de perlas ubicados en las costas insulares del territorio, sino además la abundancia concentrada en las extensas salinas de Araya.

La península de Araya –árida, seca, intensamente soleada y sacudida por severos y salitrosos vientos–, ha girado inexorablemente alrededor de la sal y de la pesca a lo largo de casi cinco siglos de historia. Allí se levantó la Real Fortaleza de Santiago de Arroyo de Araya, la más antigua que se conoce en Venezuela, mudo testigo de desencuentros entre las coronas de España, Holanda e Inglaterra –las minas de sal, por su exhuberancia y calidad excepcional, fueron el redundante objeto de la codicia colonialista europea–. Por razones diversas, en su momento también caerá en una suerte de abandono y lastimoso aislamiento.

Pero algo había en ella que atrajo la mirada acuciosa y espléndida de Margot Benacerraf, quien nos propone un relato de sucesos cotidianos, un día como cualquier otro en la vida de los pescadores y salineros que exponen sus palpitantes humanidades al inclemente sol de los trópicos. Ha dicho la crítica que esas veinticuatro horas de trabajo en las salinas de Araya, tomaron una extraña dimensión, ciertamente de alcances particulares. Un universo de rara belleza, donde la naturaleza crea y se recrea en interminable movimiento. Pueblos y géneros de vida se entremezclan de manera complementaria en un relato sobre la vida familiar de sus pobladores. Para todo ello, la célebre cineasta se había documentado en enjundiosas investigaciones realizadas en Europa –particularmente en el Archivo de Indias de Sevilla–, donde obtuvo valiosa información sobre las salinas de Araya en perspectiva histórica. También pasará días enteros recorriendo la comarca, impregnándose de su medio ambiente, de la formación y el carácter de sus habitantes. Todo estaba listo a finales de 1957 para el rodaje de una película que cabalga entre lo documental y el relato de ficción.

Araya fue ampliamente aclamada al considerársele como una de las mejores películas latinoamericanas de todos los tiempos. Margot Benacerraf había asistido con su creación cinematográfica al Festival de Cannes en 1959, donde también concurrían directores como Luís Buñuel y Roberto Rosellini, entre otros. Los elogiosos comentarios tanto de la crítica más exigente como del público en general, fueron determinantes al momento de ser galardonada con el premio de la Comisión Superior Técnica –fotografía y sonido–, así como con  el Premio de la Crítica Internacional. A partir de allí, la cinta será invitada de honor en festivales internacionales y proyecciones individuales en ciudades de América y Europa.

Previamente, en 1952, Margot Benacerraf había realizado su acreditada película sobre Armando Reverón –el pintor de la luz tropical–, un ensayo que recrea la locura y la singular creatividad de uno de los mayores exponentes de la plástica latinoamericana del siglo XX. Para los críticos se trata en un solo día en la ocupación habitual del gran maestro, de una aproximación poética a la vida y la obra de quien fuera un exelso creador, cuyos misterios se desdoblan en toda la urdimbre estética de sus originales realizaciones.  Reverón obtuvo en 1952 el gran Premio al mejor documental en el primer Festival Internacional de películas de arte en Caracas, también el Premio Cantaclaro otorgado por la prensa cinematográfica venezolana (1953). Recibió elogiosas y entusiastas opiniones de la crítica internacional, tras sucesivas presentaciones en Alemania, Francia, Bélgica y en los festivales de Cannes y Edimburgo, entre otros.

Margot Benacerraf estudió filosofía y letras en la Universidad Central de Venezuela (1947), destacándose como colaboradora frecuente en periódicos y revistas literarias. Fue premiada por el Departamento de Drama de Columbia University en Nueva York, tras escribir un meritorio ensayo sobre una pieza teatral. Entre 1949 y 1951 estudió en París en el Institut des Hautes Études Cinématographiques. Su obra la distingue como una de las figuras más descollantes del cine venezolano de todos los tiempos, a lo cual se añade su admirable trabajo como gestora cultural e impulsora del séptimo arte –entre otras cuestiones, fue fundadora de la Cinemateca Nacional en 1966–. Creadora en 1991 de Fundavisual Latina –inicialmente vinculada a la obra literaria de Gabriel García Márquez–, destacó por su labor como presidenta en los festivales latinoamericanos y del Caribe de cortometrajes y videos, tanto como en el festival del Cine Venezolano, la muestra de Cine Documental Latinoamericano, el encuentro de Cineastas Latinoamericanos y el concurso de Guiones de Largometraje. Su hoja de vida nos exhibe muchas más actuaciones y merecidos reconocimientos a su notable trayectoria como autora de genuinas manifestaciones de cultura –asunto de tal amplitud, que no es posible reducirlo a este breve espacio de opinión–.

Cuando solíamos frecuentar la casa de su hermano Moisés Benacerraf, para nosotros de muy grata memoria –allá por la década de 1970–, conocimos a la tía Margot, como cariñosamente la llamaban sus sobrinos Jorge, Andrés y Mercedes Benacerraf Herrera. Desde entonces, compartimos encuentros casuales y momentos inolvidables en Caracas y en Nueva York –ella además de amable y generosa al prodigar experiencias, vivencias y conocimientos con sus amigos y allegados, era cultísima, recatada, siempre admirable–. De Margot conservamos el más afectuoso recuerdo, la más grande admiración por su trayectoria y legado cultural, así como también nuestra eterna gratitud por el estimable privilegio de su amistad.


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