Haití ya estaba sumido en un estado generalizado de extrema precariedad, cuando en enero de 2010 un terremoto devastador, de magnitud 7,3, acabó con más de 75% de la frágil economía que funcionaba en ese momento. En un país que en ese momento tenía 9,8 millones de habitantes, el balance de lo ocurrido no tiene parangón en nuestro continente: murieron cerca de 320.000 personas (todavía no hay una cifra definitiva de la mortandad); 360.000 sufrieron heridas de distinta peligrosidad (cerca de la mitad de este número sufrió heridas graves o muy graves); alrededor de 1.600.000 personas vieron sus casas derrumbarse con todos sus enseres adentro.
Pero esto no es todo: la destrucción alcanzó a hospitales, escuelas, centros de salud, oficinas públicas, cuarteles policiales, iglesias y prácticamente toda edificación destinada a los servicios públicos. El edificio donde funcionaba la ONU en Puerto Príncipe se vino abajo: fallecieron el jefe de la misión, todos los empleados que se encontraban en el lugar, los visitantes y hasta peatones que circulaban por sus inmediaciones.
Tras el terremoto, lo que ocurrió a continuación es simplemente inimaginable: se desató el caos. Los heridos, si estaban en condiciones de caminar, deambulaban pidiendo ayuda. Había cadáveres por todas partes. Centenares de médicos, bomberos, policías, paramédicos, transportistas, ingenieros y otros profesionales que hubiesen podido actuar para aliviar el sufrimiento de las personas, también habían fallecido. Además, el país quedó totalmente incomunicado: cayeron las redes de telefonía y el servicio de Internet. La estructura de distribución de agua se interrumpió por rotura o fallos en los sistemas de control. Tampoco había combustible, ni alimentos, ni medicamentos. Habían muerto también los funcionarios llamados a poner en movimiento acciones de control y respuesta a la emergencia. En medio de la hecatombe, se desataron el pillaje, las violaciones, el robo de las pertenencias de los cadáveres. Las miserias humanas tomaron el control de las calles. Hasta las carreteras quedaron intransitables, lo que impedía el desplazamiento, desde República Dominicana, con los vehículos designados para trasladar la ayuda. En la práctica, Haití no tenía en ese momento, ni siquiera un gobierno con los mínimos recursos necesarios para afrontar aquel estado de cosas.
La iniciativa que entonces tomó el gobierno de Estados Unidos, encabezado por el presidente Bill Clinton, de crear un fondo mundial de ayuda a Haití, alcanzó en pocos días un resultado asombroso: tras una reunión que tuvo lugar en Montreal, a la que asistieron representantes de decenas de gobiernos del mundo, se logró sumar recursos por un monto que superó los 15.000 millones de dólares. Cifra descomunal.
Haití ya era el país más pobre del continente cuando se produjo el terremoto. A menudo se le comparaba con Somalia. En ese momento, más de 80% de sus habitantes vivían en condiciones de pobreza o pobreza extrema. Sin industrias ni fuentes de empleo. Luego de haber producido, hasta finales del siglo XVIII, 30% del azúcar del mundo, las plantaciones fueron arrasadas por luchas políticas y económicas, gobernantes despóticos, constantes turbulencias y conflictos de distinto carácter, a los que sumaron la acción inevitable de huracanes, inundaciones y terremotos.
Una vez que comenzaron a llegar las distintas formas de ayuda –misiones técnicas, organizaciones no gubernamentales, fuerzas militares que llegaron para intentar imponer un mínimo orden, alimentos, médicos, recursos para la reconstrucción de la infraestructura–, en vez de estimularse un clima de acuerdos y convivencia, las luchas se intensificaron, los apetitos de la corrupción se desataron. La instabilidad política e institucional no se ha atenuado, sino lo contrario: es cada vez más cruenta.
Simultáneamente, en los últimos tres a cuatro años, Haití ha sido ocupada por la delincuencia organizada. Numerosas pandillas, dedicadas principalmente al secuestro y a la extorsión, mantienen, de facto, el control del territorio. De hecho, de acuerdo con un informe de la ONU, en 2020 se produjeron alrededor de 1.000 secuestros, cifra astronómica, si la comparamos, por ejemplo, con la de México en el mismo período, donde ocurrieron casi 1.400.
Tras un proceso electoral marcado por acusaciones de fraude, desde febrero de 2017, Jovenel Moïse gobernaba Haití –le correspondía ser presidente hasta enero de 2022–. En estos cuatro años se han sucedido cinco primeros ministros, y había designado un sexto que no alcanzó a juramentarse. En estos años las protestas se han generalizado, la delincuencia ha logrado penetrar los cuerpos policiales, la actividad empresarial y hasta las esferas gubernamentales. Mientras las denuncias de corrupción se han convertido en moneda corriente, la escasez de combustible, la devaluación y la inflación empobrecen todavía más a la sociedad haitiana.
Es en este marco de cosas que el 7 de julio ocurrió el asesinato del presidente, hasta ahora envuelto en hipótesis, rumores, detenciones y muertes de los presuntos responsables del magnicidio. Mientras tanto, Haití parece caminar por la cuerda floja. El primer ministro, Claude Joseph, que iba a ser reemplazado el día en que Moïse fue abaleado en su casa, tiene el control temporal del gobierno (lo cual no significa que tenga el territorio bajo su control). Desde 2020, el Poder Legislativo no está en funciones, puesto que las elecciones no fueron convocadas; el Tribunal Supremo de Justicia está, a su vez, paralizado, por la muerte de su presidente, víctima del covid-19. En una frase: técnicamente, Haití sobrevive con una gobernabilidad renqueante, que podría derrumbarse en cualquier momento.
Han transcurrido un poco más de 11 años del terremoto. En ese período no logró utilizarse la ayuda internacional para reconstruir la economía y poner en movimiento un plan sostenible de recuperación. Los enormes recursos recibidos de la ayuda internacional han sido dilapidados, una parte ha desaparecido por los oficios de la corrupción, mientras el hambre campea y crece.
Ojalá no ocurra, pero están dadas las condiciones para que se produzca un estallido social, cuyas consecuencias son imprevisibles.