Preámbulo
Años atrás, Laureano Márquez y yo fuimos invitados a La Paz, Bolivia, para realizar unas presentaciones. Ese país es muy importante para mi familia y para mí, pues cuando Marcos Pérez Jiménez expulsó de Venezuela a Aquiles Nazoa, mi padre, lo envió para allá. Allí vivimos un tiempo. Pérez Jiménez mandaba a los adecos y a los izquierdosos a Bolivia, tal como también lo hizo con Raúl Leoni.
I
El cuento
El cuento que les traigo hoy, por absurdo que parezca, es absolutamente cierto. Para ir a Bolivia había que sacar visa. Para arreglar esos menesteres, Laureano y yo nos dirigimos a la embajada que se encuentra en Caracas. Estando allí y mientras hacíamos los trámites, escuchamos: “¡Pssst… Pssst…!”, (sonido tradicional que se utiliza para llamar a alguien desde lejos).
Dada la insistencia, volteé y vi a un militar. Laureano y yo nos miramos entre sorprendidos y extrañados de que ese llamado fuera con nosotros. Laureano, vivo como es, me susurró:
—La vaina es contigo.
—¿Conmigo? –pregunté extrañado.
Y de gafo le hice señas al militar para asegurarme de que era a mí a quien llamaba. Con la cabeza, él asintió.
En realidad él llamaba al azar a uno de los dos y me sentí aludido.
Me acerco al oficial y él, muy amable como son los bolivianos, me dijo (leer con acento boliviano):
—Yo soy el coronel Fulano de Tal, ¿ustedes van a viajar a Bolivia?
—Sí –me adelanté a responder–, somos actores. Nos presentaremos en La Paz.
—¡Ah, qué bien! ¿Podrían ustedes hacerme un favor?
—¡Pero claro, coronel! Usted dirá –dije extrañado.
—Es que tengo que enviar unos papeles secretos al alto mando de la Aviación Militar Boliviana, y quería saber si ustedes podrían llevarlos.
Sin salir de mi asombro ante tan insólita petición, le respondí de lo más normal:
—Pero claro. No faltaba más.
No podía dejar de pensar que era una joda de un programa de cámara escondida en complicidad con Laureano. ¡Pero no! Era verdad.
—Entonces… ¿ustedes se van la otra semana? –dijo el coronel–Díganme una dirección y yo les hago llegar un sobre con unos papeles secretos.
—Ah… ajá… ¿pero…? ¿Qué hago con eso? ¿En dónde lo entrego? –respondí.
—No se preocupe, el Cuartel de Aviación Boliviano está en El Alto, muy cerca del aeropuerto de La Paz. Ustedes tienen que pasar obligatoriamente por ahí. Allí deben buscar al general Mengano, quien estará esperando esos papeles.
La verdad, por mi profesión de humorista y a esas alturas de mi vida, la cosa loca de llevar papeles secretos me hizo sentir como una especie de James Bond boliviano y la aventura comenzó a gustarme. Seguí conversando con el coronel y le dije:
—Mire, coronel, yo no tengo problema en llevar eso, lo que pasa es que según el boleto, con suerte, estaremos aterrizando en La Paz a eso de las 11:00 de la noche.
—¡No importa! –contestó el coronel entusiasmado– El general Mengano los estará esperando. Los papeles son muy importantes para el comando de la aviación boliviana.
Ni modo, pensé, ya me había comprometido a cumplir encargo tan extraño. Cuando le conté a Laureano lo ocurrido, el muy muérgano, en lugar de ser solidario ante compromiso de tal magnitud, comenzó a reírse.
—Claudio, tú si te metes en vainas raras.
—¿Me meto?, no. ¡Me metieron! –contesté.
Dos días después, en mi casa, suena el teléfono. Era el coronel en persona para decirme que estaba en la puerta con el sobre de los papeles secretos. El sobre sellado, tipo manila, era abultado. Afuera se podía leer: Embajada de Bolivia. Caracas. Confidencial.
—Muy agradecido, Sr. Nazoa. Cuídelos y por favor, no lo abra.
Con aquel documento secreto en mis manos, me sentí como un traidor a la patria. Corriendo, subí a mi casa. Raudo y veloz, lo primero que hice, despegando el sello con mucho cuidado, fue abrir el sobre y leerlo.
El documento en cuestión era un informe del coronel (muy bien escrito, por cierto), en donde hablaba sobre la situación político militar que en ese momento vivía Venezuela. Estábamos en la época de los militares de la plaza Altamira.
Lo siguiente que hice fue buscar a Laureano y enseñarle el informe.
Lo leyó detenidamente y comentó:
—¡Por cosas como estas es que en Latinoamérica estamos tan jodidos! ¿Tú crees que los gringos pondrían a dos cómicos a llevar al Pentágono un documento secreto?
II
El viaje
En Bolivia tengo una familia adoptiva que durante el exilio nos ayudó cuando más lo necesitábamos, la familia Ballón: Claudia, Camila y Mauricio; lo único que ellos me pidieron que les llevara era un refresco llamado Frescolita. Por supuesto, los complací. Compré veinte latas y las metí en la maleta. Allí coloqué también el sobre con los documentos secretos del coronel Fulano de Tal.
El avión aterrizó en Santa Cruz y después de varias horas prosiguió el viaje hasta La Paz. Como estaba previsto, llegamos a las 11:00 de la noche con un frío y una altura de 4.000 metros que te asfixia. Nos quedamos esperando que salieran las maletas. Varias personas se quejaban porque había equipaje que venía mojado con refresco. ¡Las Frescolitas estallaron!, me dije. Efectivamente, mi maleta salió chorreando. Para disimular, me hice el indignado y grité:
—¡Qué irresponsabilidad traer refrescos en una maleta!
De pronto, Laureano, alarmado, cayó en cuenta:
—¡Los papeles secretos!
A nuestros anfitriones les contamos la locura que teníamos como misión, no sin antes abrir la maleta y verificar que dos de las latas de refresco efectivamente habían estallado y aquello era un desastre. El informe secreto chorreaba Frescolita. Qué pena entregarlo así, pero ni modo.
III
La entrega
12:00 de la noche. Frente al Cuartel de la Aviación Boliviana en El Alto, La Paz, Laureano y los anfitriones, quienes aún no podían creerlo, estaban muertos de la risa.
Con el sobre chorreando refresco en la mano, a lo lejos, vi a un soldadito que hacía guardia.
—¡Alto! ¿Quién vive?
Yo, como un soberano bolsa, contesté a todo pulmón:
—¡Traigo unos papeles secretos desde Venezuela!
Me sentí ridículo haciendo aquello tan loco. Encendieron las luces y apuntándome, el soldado dijo que le explicara qué era eso de los papeles secretos. Mientras, a lo lejos, no dejaba de escuchar las carcajadas de Laureano.
Asustado, le pedí al soldado que buscara al general Mengano.
—¡Mi general está dormido! No lo puedo despertar –replicó.
Al final y luego de muchas explicaciones, por fin me dejaron pasar no sin antes comprobar mi identidad. El general llegó y le expliqué que un irresponsable transportaba refrescos en las maletas y por eso los papeles se habían mojado.
IV
Susto y recompensa
Años después, en otra ocasión, fui a la embajada americana en Venezuela y, mientras hacía una cola larguísima, escuché a un marine haciendo: “¡Pssst… Pssst…!”.
—¡No! Otra vez, no –me dije.
El marine se acercó y me preguntó:
—¿Es usted Claudio Nazoa?
—Sí –contesté aterrado.
—Venga por acá.
Y me pasaron a una taquilla en donde no había cola. Me pidieron mi pasaporte y sin preguntarme nada, ni mandar papeles secretos al Pentágono, me entregaron la visa.
Privilegio que tenemos cuando reconocen a un espía de la CIA.
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