A Alex Carrodeguas
La mayoría de los lectores profesionales de manuales, lo mismo que aquellos que suelen exhibir sin la menor vergüenza toda una gala de prejuicios y presuposiciones, derivados, en su mayor parte, de “vagas experiencias” o de “conocimientos de oídas”, suelen atribuirle a Hegel una formulación de la dialéctica sustentada en lo que el Maestro Pagallo solía denominar en sus clases, no sin ironía, como la “dialéctica del cha-cha-chá”. Esto es: hay una tesis –el lado “bueno”– a la que se le opone una antítesis –el lado “malo”– y que, después de unos cuantos dimes y diretes, llegan a un “entendimiento”, esto es, a una síntesis –el término medio entre lo “bueno” y “lo malo”, o sea, el “centro”–. Y es a eso, además, a lo que cierta vulgata sociológica y politológica le atribuye el nombre de “el método dialéctico”. Por supuesto, un Hegel así representado, que naufraga en un mar infinito de manuales, diccionarios y enciclopedias, no pasa de ser una mala caricatura del gran pensador. La conocida expresión göbbeliana, según la cual “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”, ha encontrado en la dialéctica hegeliana una de sus mayores víctimas, incluso cuando Hegel vivía, pues algunos de sus discípulos, no menos que sus detractores, repetían la letanía en cuestión una y otra vez, hasta que terminó por convertirse, para el gran público, en una “verdad irrefutable”, en un dogma.
Alguna responsabilidad indirecta tiene Johann Gottlieb Fichte en todo esto, también él no pocas veces mal interpretado por los fanáticos de las simplificaciones. Fichte fue un aventajado seguidor de Kant, tanto que puso al descubierto el nervio vital de la filosofía crítica y lo concibió como el principio supremo de todo saber, de todo conocimiento y de toda posible fundamentación científica. Se trata nada menos que de la libertad. Y para poder demostrar la superación de las llamadas “antinomias de la razón”, expuestas por Kant en la tercera parte de su Crítica, meticulosamente ordenadas en dos columnas sobre las cuales colocó las palabras tesis y antítesis, con el fin de mostrar, en la primera, la justificación a favor de un determinado objeto metafísico –Dios, Alma, Mundo– y, en la segunda, la justificación de la argumentación opuesta, Fichte se propuso la tarea de poner en evidencia la necesidad de la síntesis –los límites– de la una y de la otra. De manera que no es de Hegel esta formulación, sino de Fichte. Y cabe agregar que en la extensa obra de Hegel semejante planteamiento no se haya ni explícita ni implícitamente, a no ser para refutarlo, desde el 14 de septiembre de 1800.
En todo caso, la gran contribución de Fichte al pensamiento occidental consistió en transformar el “Yo pienso” (Ich denke) kantiano en un “Yo” puro, comprendido como la libre certeza intuitiva que, de continuo, se crea a sí misma y cuyo resultado crea toda posible realidad. Como ha observado uno de sus grandes intérpretes, Luigi Pareyson: “El genial y poderoso descubrimiento de Fichte, el vuelo de águila que lo eleva de golpe por encima de todos los kantianos de su tiempo y que caracteriza a su pensamiento, es la afirmación del Yo como intuición intelectual que se capta por sí mismo y se afirma a sí mismo. Un Yo que, proporcionando un sustrato nouménico al mundo fenoménico, garantiza la unidad entre lo sensible y lo inteligible, como principio único y supremo, colocando al Yo práctico como fundamento del Yo teórico; un Yo que, en la infinitud de su tender, representa el ardiente anhelo de la libertad, y que en la actividad del hombre une los opuestos rasgos de la infinitud y la limitación”. En otros términos, Fichte completa el “giro copernicano” de Kant: ya la acción humana no es una consecuencia del ser sino, por el contrario, el ser es una consecuencia de la acción humana, o como afirma Fichte: esse sequitor operari, el ser se deriva, es el resultado, de la acción.
De las formulaciones hechas por Fichte, surge la idea de que la objetividad del mundo externo no solo no es inexpugnable o indomable sino que, muy por el contrario, ella no es más que el resultado de la actividad sensitiva humana, de la acción del sujeto, de su objetivación. Es, pues, el libre actuar del Yo que deviene materia –que se ha puesto a sí mismo–, lo que va creando la realidad, como consecuencia directa de su hacer. Lo objetividad es el producto de la labor continua del sujeto. La física contemporánea lo ha mostrado fehacientemente: la realidad es lo que el dinamismo del sujeto sea capaz de producir. Que se haya “endurecido”, que se separe y se extrañe de su creador, es otra cosa. Y en este punto se puede decir que concuerdan plenamente Spinoza, Vico y Hegel con la filosofía de Fichte: “El orden y la conexión de las ideas es idéntico al orden y la conexión de las cosas”. Verum et factum convertuntur reciprocatur, como dice Vico. Una sociedad con ideas ordenadas y articuladas es una sociedad ordenada y articulada. Una sociedad con “ideas inadecuadas” o sin ideas es un desastre, un “caos primitivo” recurrente. Los “bucles” son, precisamente, eso: un desorden generado por el predominio de una objetividad que ha tomado cuerpo y vida propia. Ha tomado el control y se ha separado y extrañado del sujeto social, sometiéndolo a una viciosa circularidad. Cuando el sujeto pierde la conciencia de la libertad y se deja someter por la necesidad que le impone el objeto que lo circunda, entonces siente temor y solo le queda resignarse ante lo que le depare la esperanza.
Dice un viejo adagio que cada quien se labra su propio destino. Fichte lo suscribiría. Lo que comúnmente se llama destino está en manos de sus destinatarios –aunque no tengan conciencia de ello–, siempre y cuando sus ideas sean claras y sus objetivos estén bien definidos. El “No-Yo”, esa asfixiante objetividad que circunda a la Venezuela de hoy, es la consecuencia de una autoimposición. Una sociedad no tiene miedo porque haya creado una imagen: ha creado una imagen porque tiene miedo. Y, en este caso, la imagen creada ha sido la de sus propias vergüenzas. De ahí su apego a la esperanza, porque la esperanza es el correlato necesario del miedo. Este régimen terrorista, criminal, represivo y corrupto, que ha sometido a la población a la peor de las miserias –la de su espíritu–, tiene que cesar cuanto antes. El Yo venezolano tiene que reordenar su No-Yo para poder recuperar la libertad. Este es el momento preciso para desenredar de una vez por todas el “bucle”.
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