En 1990, España era todavía un país de emigrantes: en todo el norte de Europa, los albañiles y trabajadores agrícolas eran españoles o portugueses. El número de residentes nacidos en el extranjero apenas llegaba al 2 por ciento. Ahora esta cifra ha subido oficialmente al 15 por ciento, y seguramente es una valoración baja. Hay que remontarse a tiempos muy antiguos, a la época de las grandes invasiones, para encontrar una alteración semejante en la composición de la población. España no es un caso aislado. Entre 1990 y la actualidad, la población italiana nacida en el extranjero ha pasado del 3 por ciento al 11 por ciento. Alemania, de forma aún más espectacular, ha pasado del 8 por ciento al 19 por ciento. En cambio, Francia, país tradicionalmente de inmigración, solo ha registrado un aumento relativamente modesto, desde un 10 por ciento de residentes nacidos en el extranjero a un 13 por ciento. Sin embargo, es en Francia donde los partidos políticos hostiles a la inmigración son más fuertes y ruidosos, y están a las puertas mismas del poder. La inmigración explica, pues, el auge de los partidos llamados populistas o nacionalistas, pero no es la única explicación.

Sin duda, estos partidos basan su prosperidad electoral sobre todo en la denuncia de la inmigración, pero también intervienen otros factores. Como ejemplo de ello, en Europa del Norte y en los países escandinavos, que tienen una tradición cultural de tolerancia más arraigada que la Europa católica –España, Francia e Italia–, los partidos xenófobos han tendido a retroceder en las últimas elecciones europeas. El vínculo entre el voto nacionalista y la inmigración no es, por tanto, instantáneo. Es preciso añadir otros factores, como el miedo psicológico a los extranjeros que supuestamente socavan nuestra cultura, nuestra moral e incluso nuestra religión. La situación económica real o percibida también contribuye a que la inmigración se acepte en mayor o menor medida. En Italia y España, donde la prosperidad relativa es bastante reciente, la inquietud que genera la inmigración es mayor que en el norte de Europa, donde el bienestar económico se alcanzó hace más tiempo.

Así pues, no proponemos aquí una ecuación perfecta entre inmigración y elecciones. Sin embargo, no podemos ignorar un movimiento social tan profundo como el que está afectando especialmente a España, Italia y Francia. Independientemente de las preferencias personales a favor o en contra de la inmigración, es preciso admitir que este gran fenómeno de nuestro tiempo no está siendo realmente gestionado, ni por la Unión Europea ni por los países de acogida. También hay que reconocer que el problema no es fácil de evaluar. Si nos atenemos a un enfoque estrictamente económico, es difícil concluir si la inmigración tiene un efecto positivo o negativo. La práctica totalidad de los inmigrantes recientes trabajan, generalmente en empleos que los nacionales no desean. Su contribución económica es, por tanto, positiva. Pero debemos deducir los costes sociales que soporta la comunidad, como la escolarización de los niños y la sanidad pública.

Ningún economista puede concluir honestamente si el efecto global es positivo o negativo. Una evaluación en términos culturales sería igual de arbitraria. Los jóvenes suelen acoger con satisfacción la diversidad que los inmigrantes aportan al paisaje urbano, la música y la cocina. Los mayores se sienten ofendidos. Pero, ¿quién puede definir la civilización? ¿Ponen los inmigrantes en peligro la seguridad de los residentes de más edad? Tampoco en este caso hay una respuesta cuantificada. Si el número de delincuentes entre los inmigrantes recientes parece elevado, a menudo se trata de un efecto de visibilidad o está vinculado a la precariedad de su vivienda y de su empleo.

En Alemania, el país europeo en el que más ha aumentado la inmigración en los últimos años, sobre todo la procedente de Siria y Afganistán, esta inmigración ha contribuido sin duda al rechazo de la Europa abierta, pero solo en la antigua Alemania del Este, que sin duda no se siente todavía partícipe de la prosperidad económica del conjunto del país. Así que responsabilizan a los inmigrantes, porque los inmigrantes son chivos expiatorios en todas partes.

Todas estas afirmaciones, evidentes o no, rara vez se evalúan o comunican con claridad. El tema es tan delicado que los gobiernos y su oposición prefieren no hablar de él en absoluto, o caricaturizarlo, o remitirlo al ámbito europeo. El silencio y la confusión no contribuyen en absoluto a la paz civil. Del mismo modo, las medidas ‘ad hoc’ adoptadas para bloquear la inmigración en los países de origen son generalmente inhumanas e ineficaces. Pagar al Gobierno turco para que impida el paso a Grecia no es un modelo del que podamos sentirnos orgullosos. Reproducir ese acuerdo con Túnez y Libia nos pone en manos de regímenes poco respetables. La hipocresía de estos pactos únicamente evita que nos fijemos demasiado en la difícil situación de los aspirantes a inmigrantes y anima a estos a tomar rutas más peligrosas.

¿Es posible imaginar una política de inmigración clara en Europa, preferiblemente a escala europea? Es posible, siempre que demos muestras de realismo e imaginación. Realismo sería admitir que necesitamos inmigrantes, a condición de que puedan integrarse en el mercado laboral. En el pasado, antes de que la Unión Europea lo prohibiera, Suiza adoptó un sistema de cuotas por cantón: el número de inmigrantes admitidos cada año, con un contrato de cinco años, correspondía a las ofertas de empleo que les hacían las empresas locales. Este sistema suizo, al parecer, no respetaba los derechos humanos. No estoy seguro de que la anárquica gestión actual de la inmigración los respete más. Personalmente, sería partidario de restablecer el modelo suizo en toda Europa. También podríamos inspirarnos en la solución liberal que ya he descrito en este periódico, ideada por el economista de Chicago Gary Becker. Proponía que, para entrar en el mercado europeo o en el de Estados Unidos para trabajar se exigiera un visado de pago, ya que la inmigración es en cierto modo una inversión.

La propuesta es un tanto teórica, pero sería posible transformarla en algo práctico creando una especie de billete de entrada a Europa. Para eso podría servir el nuevo Parlamento Europeo: para inventar una política continental de inmigración. Y por supuesto, para que nos unamos frente a la amenaza rusa, un tema que ya planteé la semana pasada. Estas son, en mi opinión, las dos prioridades –interna y externa– que determinarán el futuro de todo el continente.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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