“Tuve que disentir, ocultarme, desaparecer ” (Rafael Cadenas)
Si me dicen de niño que aquello estaba mal, no habría hecho ningún caso. Entre otras cosas, uno cuando no tiene más de ocho años se ocupa de cuestiones más importantes como saber qué toca hoy de comida o cuántos días faltan para las vacaciones de verano. En mi época infantil la felicidad venía por rachas. Cualquier sábado por la mañana sentados mis hermanos y yo en la sala de estar con el televisor encendido, al dueño de la cadena de televisión que estábamos viendo podía ocurrírsele poner veinte minutos de cine mudo y nos regalaba cortos de Chaplin, Buster Keaton o Laurel y Hardy, eso sí en blanco y negro. No había tantos canales como ahora ni se conocía la televisión en color. A mí me gustaba sobre todo Charlie Chaplin llegando a imitar su modo de caminar a la perfección. Eso decían mis tías, claro, antes de que los diez años entrasen en mi memoria. Conmigo disfrazado de cómico ellas se reían.
No acierto a saber qué edad tenía yo, pero si me dicen de niño que aquello estaba mal -como decía al principio-, no habría prestado atención. A ver, ¿qué crío más o menos normal en el mundo se fija en la sintaxis de un verso? ¿Quién en su sano juicio entiende el desorden intencionado de las palabras? Para detectar la excepción a la regla, la regla misma ha de ser conocida. No me cuesta nada ser sincero. He tardado años en darme cuenta del fallo.
A mi madre le gustaba recitar poesía en voz alta mientras sus hijos jugábamos en el suelo o vagábamos revoltosos por las habitaciones de casa hasta que nos hacía mirarla, risueños y sorprendidos por el arrebato romántico de nuestra mamá que sabía poemas enteros de memoria. Le preguntábamos por el poema y nos enseñaba en un libro el retrato del guapísimo poeta de nombre compuesto que vivió durante el siglo XIX.
El poeta sevillano podría haber escrito sin complicaciones: «Las golondrinas oscuras volverán a colgar sus nidos en tu balcón», pero no quiso. Prefirió desordenarlo todo, hacer un revoltijo de palabras. La línea que imaginó Gustavo Adolfo estaba grabada a fuego en la cabeza de mi madre. Y, por extraño que parezca, todos nos hemos acostumbrado a leer la «Rima LII» al modo becqueriano gremlin: «Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar». Intencionadamente Bécquer descolocó el sujeto, los complementos y el verbo. Posicionó el verbo al final del verso creando una sensación de extrañeza. Esto de colocar el verbo en último lugar lo hacían los romanos y también Yoda (maestro Jedi en La Guerra de las Galaxias). No sabemos si este personaje fue anterior a Cicerón y Bécquer puesto que vivió en el año 3281 AL según el calendario Lothal. Por tanto, ignoramos si Yoda influyó en Bécquer o fue el sevillano una influencia en Yoda.
Volviendo al verso de las golondrinas, he de decir que se trata de un completo caos. Es una hecatombe sintáctica maravillosa. Y precisamente por eso lo recordamos. La figura retórica que consiste en ser la excepción, el perro verde o el rarito convierte esa línea en algo único. Gracias a mi madre y al revuelo de las golondrinas oscuras adoro yo el exilio del hipérbaton.