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Entre el pesimismo y el optimismo

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Dejen de confiar en el hombre,

que bien poco es lo que vale. La vida del hombre no es más

que un suspiro

Isaías 2.22

Frase dura la del profeta bíblico, pues se pueden entender sus palabras como una invitación al pesimismo. La historia es compleja y cuando comenzamos a apreciar lo que llamamos progreso, la realidad nos cae como un mazazo y nos vuelve a mostrar la dureza del paso del hombre, la caña pensante de Pascal, por el árido mundo cruel e injusto en que nos ha tocado vivir. Nos solazamos con el progreso de cariz positivista que nos anima a creer en la superación de etapas que nos llevarían poco a poco de una manera ascendente a la perfección; nos llenamos del espíritu ilustrado cuando regresan los fantasmas de nuestro pasado autoritario, el abismo de lo irracional y sentimos que la barbarie no había desaparecido sino que estaba durmiendo. Es el enigmático “corsi e recorsi” de Vico, el genial pensador napolitano redescubierto ante la crisis de la modernidad.

Esta elucubración me surge de una meditación sobre la Declaración Universal  de Derechos Humanos, aprobada solemnemente por las Naciones Unidas el año 1948. Por primera vez en la historia un conjunto relevante y mayoritario de Estados, cuyo número no ha dejado de crecer hasta la actualidad, consagraba y se comprometía a defender unos derechos inscritos en unos valores universales, una declaración moral que se abriría progresivamente, como de hecho ha ocurrido, a positivizar en normas de obligatorio cumplimiento y de exigente fuerza jurídica. Como lo ha señalado Norberto Bobbio con la claridad meridiana que imprime a sus escritos, la Declaración Universal significaba la culminación de un proceso iniciado por las declaraciones de los Estados americanos que darían origen a los Estados Unidos de América y la flamante Declaración de la Revolución Francesa de 1789, y continuada por su reconocimiento paulatino en las constituciones del mundo moderno, hijas de la Ilustración antes referida. En efecto, y como lo señala Bobbio  en palabras magistrales: “Con la Declaración de 1948 comienza una tercera y última etapa en la que la afirmación de los derechos es a la vez universal y positiva: universal en el sentido de que destinatarios de los principios allí contenidos no son ya solamente los ciudadanos de tal o cual Estado, sino todos los hombres; positiva en el sentido de que pone en marcha un proceso en cuya culminación los derechos humanos no solo serían proclamados o idealmente reconocidos, sino efectivamente protegidos incluso contra el propio Estado que los viola”.

Nuestro país venía avanzando con el experimento democrático inaugurado el año 1958,  lenta pero firmemente en la toma de conciencia de los derechos humanos. Muestra de ello es la formación de una sociedad civil con formas de organización en la protección de los derechos humanos, que con todas las dificultades que le impone el régimen autoritario, ha logrado mantenerse firme en su defensa y promoción; asimismo, ha crecido la sensibilidad de la sociedad hacia los valores que le dan sentido, de lo que es una muestra la repulsa de la sociedad ante las graves violaciones que el Estado dictatorial que nos rige ha provocado en los derechos humanos en estos largos años, y de lo cual en los venezolanos de buena voluntad, que forman la mayoría de la población, se han abierto expectativas positivas en el renacer de una sociedad y un Estado más humano en su defensa y protección.

La historia a veces invita al pesimismo, pero en momentos de ansiedad ante tanta miseria que invade el mundo contemporáneo, el optimismo sobre una época mejor nos obliga a los ciudadanos a dar testimonio de compromiso por los valores de libertad, solidaridad y justicia que dan sentido a los derechos humanos, insertos como obligación moral en ese parteaguas de la historia que significó la aprobación de la Declaración Universal aquí recordada.

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