Venezuela no es una nación estancada, es algo mucho peor; un país en continua regresión. Hemos retornado a las épocas previas al siglo XX, aquellas eras en las que Venezuela no existía como nación indivisible. Somos, en la actualidad, tal como éramos entonces, una sociedad incapaz de crear instituciones duraderas, promover una unión mayor e imponer el orden ante el caos.
De tal manera que seguimos debatiendo nuestra existencia en los términos de Rómulo Gallegos. Civilización versus barbarie, democracia versus caudillo, ciudadanía versus pueblo. El problema está en que, hoy por hoy, la Venezuela cívica y republicana no ha tenido la representación que se merece, mientras que los acólitos de la montonera nunca habían estado tan bien asesorados.
Dicho eso, el síntoma común de estos tiempos es la pequeñez en todos sus ámbitos. Esto lo digo de la forma más existencial posible. Como venezolanos, si somos conscientes, debemos sentirnos humillados a diario cuando nos percatamos de quiénes son los que conforman nuestras clases dirigentes, sean por parte del régimen o quienes aducen oponérsele. Por ello, para nuestra desgracia, tenemos una tragicomedia cuyos protagonistas son tiranuelos variopintos, cuyas ansias de protagonismo solo buscan compensar su falta de estatura.
Es importante reconocer, mientras estamos en ello, que el referido síntoma no puede provenir de la nada. Los personajes que hemos conocido no fueron importados, ni crecieron en un país distinto. Son producto de una sociedad de profundas contradicciones, que fue caldo de cultivo tanto para el resentimiento y degeneración de algunos, como para la falta de auténtico liderazgo por parte de otros. Incluso, aunque duela decirlo, la decadencia de la nación es algo que nos ha afligido a cada uno por igual.
Si se requieren ejemplares de ello, por el lado del régimen, solo echemos una mirada al colapso estructural del país y el cese de la soberanía territorial. Por el lado de la oposición formal, recordemos qué se hizo de la Asamblea Nacional en los últimos años y qué ha logrado el denominado presidente (e) Juan Guaidó con una coalición internacional detrás de él. Ciertamente, nos ofuscará semejante cúmulo de fracasos, sectarismos y bochornos.
Ahora bien, hemos llegado a un instante en esta historia en el que la sociedad y sus clases dirigentes prácticamente se han separado. El venezolano de a pie es un huérfano que no se identifica ni con el régimen que lo diezma, ni con la coalición partidista que dice querer salvarlo. Tal realidad implica que a nuestra sociedad le urge renovar a sus clases dirigentes y considero que, si las circunstancias fueran otras, esto ya hubiese ocurrido.
Sea por la polarización, la diáspora o una cultura política heredada de los años de la democracia, la verdad del caso es que hemos tenido una dirigencia enquistada durante mucho tiempo. Debemos preguntarnos cómo es que pueden pasar ya más de dos décadas y los líderes, de un bando o el otro, son exactamente los mismos. Pareciera ser que solo la muerte les impediría que ejerzan los mismos roles una y otra vez. Pareciera que estuviesen bien ejerciendo esos roles a perpetuidad.
Por tal enquistamiento es que tenemos una sensación acertada de repetición, eco o déjà vu. Sentimos que todo es lo mismo, porque de hecho lo es. Han sido más de veinte años de procesos cíclicos y, por ende, ya conocemos los detalles de antemano. Sabemos qué harán, qué ocultarán, qué dirán y cómo nos harán sentir. Considero que no hay mejor descripción para esto que catalogarlo como el infierno más perfecto, porque en un escenario así no hay esperanza que valga.
Igualmente, debido al mismo enquistamiento y esa sensación de que no hay más opción, es que en Venezuela la dirigencia no tiene noción alguna de responsabilidad sobre sus actos. Dicen y desdicen, hacen y deshacen, pero ahí siguen, nunca se salen del tablero político, aun cuando su momento ya haya pasado y nadie los quiera.
Esta separación entre los venezolanos y la clase dirigente no es viable en el tiempo, pues esto lo que hace es generar odio y desprecio ante la falta de representatividad. No olvidemos que tal situación nos causó la pérdida de la democracia, porque la misma fue la base con la que el demagogo Chávez se hizo del poder político.
La falta de representatividad se traduce en que seamos un pueblo sin norte, plagado de esfuerzos dispersos que no llevan a la consecución de nuestras metas comunes. Por tal razón, dependemos en demasía del criterio que tengan las potencias foráneas que patrocinan nuestra causa.
De momento, tristemente, no poseemos un bloque inequívoco, amplio e íntegro que de hecho pueda hacer oír nuestra voz y nos pueda hacer partícipes de las coordinaciones necesarias para defenestrar al mal que nos aflige. Sin embargo, este es absolutamente necesario y los venezolanos lo añoran. No es claro, dado al contexto en que estamos, cómo podría darse, pero tengo la certeza de que sí contamos con ciudadanos probos que podrían ser parte de ello. Lo que necesitamos es que se abra el espacio. Lo que necesitamos es que se nos dé una oportunidad. Lo que requerimos es el cese de la usurpación de una manera mucho más amplia de lo que se está discutiendo.
@jrvizca
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