“Tal vez un gran silencio pueda / interrumpir esta tristeza” (Pablo Neruda)
Habían pasado gran parte de la tarde del día anterior jugando en la calle, gritando, tocando los timbres de las casas y dando empujones a la gente con la que tropezaban en la huida de los portales de las casas. Eran chavales de trece y catorce años, desinhibidos, salvajes y sin sentido de civismo o modales. Sus padres trabajaban de 8:00 de la mañana a 7:00 de la noche. El tiempo de reunión familiar de la hora de comer rompía la monotonía del día. En la casa de David trabajaban su padre y su madre y los dos tenían que salir de casa a toda prisa antes de las 4:00 para volver al trabajo. Los hijos de familias como la de David permanecían solos a partir de entonces con las tardes libres y vivían una vida de adultos, o casi.
Trataban de pasar desapercibidos para esquivar las riñas de sus mayores. Contaban además con paga semanal para cubrir gastos de carácter personal, entre los que se incluía la conexión a la red del smartphone. No molestar a sus progenitores suponía no tener problemas. La única obligación de un adolescente a estas edades consistía en estudiar y aprobar el curso del instituto. El momento más complicado del trimestre se producía cada vez que se acercaba la entrega de las calificaciones escolares en el caso de que hubiese algún suspenso.
Al llegar la tarde, los avisos de Whatsapp se amontonaban en su celular. Sus amigos tenían plan para la tarde; sin embargo, él prefería quedarse en casa. Tal vez iría a ver a un amigo al que apenas conocía.
Aquella misma mañana durante la clase de Lengua Española su grupo de amigos y él habían estado burlándose de un compañero. Se rieron de él un buen rato mientras la profesora trataba de poner orden en el aula. De manera clandestina siguieron diciéndole cosas, dándole golpes por debajo de la mesa hasta que se cansaron. Como llegaba la hora del recreo se olvidaron del asunto. Pero la profesora se acercó a uno de los chavales y le pidió que leyese en voz alta una palabra. Se había acercado al grupo del fondo y llevaba un diccionario abierto con un marcapáginas en la letra E. El chico, sorprendido, leyó intentando hacerse el gracioso. No quería quedar como un “buen chico” delante de sus colegas. El caso es que David no era tonto y leyó con atención la definición de la palabra. Cuando terminó de leer permaneció en silencio y Nadia, que así se llamaba la profesora, le preguntó al oído si sería capaz de comprender el mensaje que acababa de recibir y la relación que guardaba esa palabra clave con el compañero de clase a quien había molestado. No dijo nada porque pareció entenderlo todo
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