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Un chiste que oí una vez entre colegas periodistas en los años noventa decía que un jefe de redacción de un periódico le había devuelto un trabajo a un reportero, porque este había mentido al afirmar que un aventajado científico gallego había hecho un descubrimiento. El argumento falaz del supuesto jefe de redacción era que si el fulano era oriundo de Galicia era imposible que fuera científico y mucho menos estudioso.

Más allá del chalequeo y la burla, la anécdota hallaba miradas de aprobación entre algunos colegas reporteros que hallaban natural la respuesta descabellada del supuesto responsable de filtrar las informaciones que habrían de salir en el periódico, como un eco de un prejuicio antiespañol que nos atenaza como colectivo, pero del cual no estamos nada conscientes, porque parte de la idea ampliamente difundida –cultivada desde la Ilustración y perpetuada en las mismas universidades– de que de la Península Ibérica ni de ninguna parte de la Hispanosfera nada bueno pudo ni puede salir; un prejuicio del que no escapamos los periodistas y que, peor aún, halla en nosotros sus más cándidos difusores.

Un prejuicio inmune al prurito ético

Cuando se revisa el Código de Ética del Periodista Venezolano, uno se halla con el  artículo 4: « El periodista tiene la verdad como norma irrenunciable, y como profesional está obligado a actuar de manera que este principio sea compartido y aceptado por todos (…)». Sin embargo, esta norma, que –dicho sea de paso– es universal en el periodismo, pareciera no aplicarse cuando se trata de fake news o bulos históricos perfectamente asentados en la narrativa oficial y de los que los periodistas ni siquiera están al tanto de que son falsas, incluso cuando van en contra de los intereses y de autopercepción del público para el que escriben, como es el caso del prejuicio antihispánico que se deriva de la leyenda negra.

Así pues, a fuerza de una historiografía excesivamente sesgada por la idea decimonónica de la Independencia y un discurso público que hace arrancar las raíces de nuestro país el 19 de abril de 1810, obviando 300 años previos en lo que se conformó en buena medida la sociedad y la cultura de la que somos depositarios, los periodistas aceptan como verdades incuestionables que hubo un genocidio indígena por parte de los conquistadores; que en la América Hispánica hubo colonias depredadoras en vez de virreinatos; que el racismo formaba parte del pensamiento de la Corona al igual que fue entre británicos y franceses; que los ibéricos que vinieron a poblar estos territorios saquearon a mansalva sin dejar nada a cambio; que el mestizaje es producto del estupro y que la guerra cruenta con la que Venezuela se separó de España fue entre criollos y peninsulares y no un conflicto civil entre venezolanos republicanos y realistas, entre otros tópicos que dejo de mencionar por razones de espacio.

Así bien, aunque el parágrafo uno del artículo 6, ese que describe en qué consiste el carácter veraz de la información que el periodista está obligado por la Constitución de 1999 y por la propia Ley de Ejercicio del Periodismo,  al afirmar que el periodista elabora sus informaciones mediante la comprobación y verificación, pocos reporteros están al tanto de estar difundiendo informaciones ideológicamente distorsionadas para denigrar, tergiversar, negar u ocultar del pasado de Venezuela en su condición de parte integrante del Imperio Español, puesto que la narrativa oficial se toma como un dogma incuestionable.

¿Existe la leyenda negra?

la Leyenda Negra, según Alberto G. Ibáñez, es la primera campaña global de mercadotecnia política para atacar una empresa de éxito que molestaba, léase el Imperio Español, orquestada por sus rivales europeos, o sea, los ingleses, franceses y holandeses, siempre vista desde la óptica del protestantismo, la ilustración y la revolución laica antimonárquica. 

Este bulo tiene su asidero en las crónicas del fraile dominico Bartolomé de las Casas, quien –horrorizado por lo que vio en Santo Domingo, donde estaba de encomendero de indios– narró la pérdida de un supuesto Edén precolombino narrando atrocidades con un enfoque apasionado, lo que posteriormente se convertiría en una pieza importante de la campaña de desprestigio contra el Imperio Español, mediante  la imprenta, por ingleses anglicanos, franceses libertarios y holandeses calvinistas contra el catolicismo ibérico, que incluía a españoles y portugueses. Así pues, se creó la llamada Leyenda Negra. 

En 1914, el escritor Julián Juderías acuñó el término «leyenda negra» para referirse a un relato desfavorable y sesgado del pasado de España y su expansión imperial, principalmente por América, que a su juicio se contraponía a la verdad histórica. María Elvira Roca Barea, en su libro Imperiofobia y leyenda negra, que se ha convertido en un suceso editorial desde 2016, y que ha generado un movimiento a ambos lados del Atlántico de pensamiento hispanista en busca de respuestas, da cuenta que varios pensadores e historiadores ingleses y franceses admiten la existencia de una leyenda negra antihispánica, y utiliza para ello la definición del profesor emérito de Historia de la Universidad de Missouri, William Maltby, según la cual la leyenda negra sería (cito) « la opinión según la cual en realidad los españoles son inferiores a otros europeos en aquellas cualidades que comúnmente se consideran civilizadas.

Según Alfonso Guerra, en el prólogo del libro de Marcelo Gullo Madre patria, «una leyenda negra es una elaborada operación para lograr la imagen distorsionada de un país, con el objetivo de perjudicar los intereses del país denigrado y obtener beneficios para aquellos que ponen en marcha la manipulación». Ateniéndonos a esta noción, leyendas negras se han tejido siempre contra reinos y países que cuenten con detractores. En el juego de la propaganda y la contrainformación se inscribe una serie de relatos y mentiras que los enemigos se fabrican para socavar la moral del otro.

¿Qué hace diferente entonces la leyenda negra antiespañola del resto de las campañas de difamación internacionales? El tema es que esta leyenda negra es quizá la que más ha perdurado a lo largo del tiempo y más daño ha hecho al ethos nacional de colectivo alguno, que va desde el desmembramiento del Imperio en veinte estados –cosa que no pasó con sus pares inglés ni portugués–, generando a su vez un prejuicio, que junto al antisemitismo, es uno de los más antiguos del continente europeo, y del que nosotros los hispanoamericanos somos herederos, no solo como afectados, sino también como agentes propagadores de nuestra propia mala fama.

¿Una ADL hispanista?

A diferencia del caso del antijudaísmo, cuyo virus mortal lo llevan los otros sobre el pueblo hebreo, y contra el cual los judíos trabajan con ahínco para denunciarlo y desnudarlo. El antisemitismo ha sido combatido mundialmente por organizaciones como la Liga Antidifamatoria (ADL por sus siglas en inglés) o el Centro Simón Wiesenthal con tal vehemencia que se reconoce el antisemitismo o antijudaísmo como un prejuicio que, abiertamente no se debe difundir. Hasta gobiernos como los de Chávez, Cristina Fernández y Lula da Silva firmaron el Acuerdo de Costa de Sauipe (2008) que lucha contra el antijudaísmo, ratificado después por el Parlamento Latinoamericano,  aunque a veces ello se quedara en una mera declaración formal.

No obstante, a pesar de que somos casi 500 millones de hispanohablantes, la hispanofobia se halla jugando garrote a sus anchas, porque pocas voces se levantan para rechazarlo y acallar a quienes lo usan para generar aplausos entre los hegemones culturales de Europa y Norteamérica.

Esta tara ideológica no solo la asumen los enemigos de la hispanidad, sino que lamentablemente está enquistada entre nosotros, los de este continente, generando autoodio, endorracismo, división, nacionalismo arepario y subordinación intelectual, a tal punto que el éxito y la aprobación solo pasa si hay aplausos de París, Nueva York, Berlín o Londres.  ¿Y por qué nos ha de interesar el tema de la leyenda antiespañola en Venezuela y su perpetuación en la prensa hispanoamericana? Sobre toda la región pesa el pecado original, de hablar español, tener cultura judeocristiana y provenir de un proceso de trasplantación cultural desde Europa hacia las Américas que comenzó el 12 de octubre de 1492 y que se produjo desde la miscegenación o mestizaje, tanto desde lo étnico como cultural. Todo este proceso histórico es blanco sistemático de una estigmatización que nos exagera los males cometidos y no nos permite ver los aportes de los 300 años en que había dos Españas, una allá en Europa y otra extendida por América y el Pacífico.

Así pues, todos los males que aquejaron, aquejan y aquejarán a la América Hispánica solo son atribuibles, por mor de la Leyenda Negra, al proceso de conquista y poblamiento por parte de la Corona castellanoaragonesa. Desacreditar el pasado  –una práctica común en la que toda la culpa de las fallas propias son atribuibles al gobierno anterior– ha servido tradicionalmente para que los regímenes tapen sus propios despropósitos y fracasos. Así bien, en prácticamente todo el continente, la historia de la presencia hispánica se ha convertido en el chivo expiatorio que ha servido a todos los capitostes del hemisferio para tapar sus propias faltas y sus propios crímenes.

El camino a narrativas históricas apegadas a la verdad, balanceadas y libre de leyendas –ya sean negra o dorada–  arranca, en el ámbito periodístico, con el reconocer que existe este prejuicio, que necesitamos informarnos de todas las fuentes y hacernos el propósito de dejar de escupir hacia arriba y ser más justos con nuestros antepasados, con nosotros y con las nuevas generaciones. 


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