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Abril 23, 2025


El pensamiento como enfermedad

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Diez años atrás me habría sido imposible cuestionar la importancia de la razón. Estaba convencido en ese entonces de las hipótesis derivadas o, mejor dicho, recordadas por los autores de la Ilustración en el siglo XVIII. En particular, la asociada a la supremacía de la racionalidad como la característica distintiva de lo humano. No obstante, los años pasan y, como siempre sucede, los ideales se topan con una realidad indispuesta a ponerse de rodillas. Ya estando a más de veinte años de profundidad en el siglo XXI, es difícil sostener dicha supremacía cuando estamos sufriendo su conclusión lógica: el pensamiento como enfermedad. No es secreto para nadie que ser enfermizo mentalmente parece ser el signo distintivo de las últimas cohortes generacionales; por ello, buscaré precisar la manera en que nuestra razón se ha extraviado y, en definitiva, definir cómo el pensamiento puede ser de provecho en vez de un flagelo.

Hoy por hoy, a pesar de la amplia gama de descubrimientos que han surgido en contrario, seguimos pensando que la razón es una suerte de panacea que no solo es capaz de resolver todos nuestros problemas, sino que también puede infundir un orden definitivo al universo conocido. Esta insolencia es el origen de nuestro padecimiento. Hemos cargado a una carreta de madera con una tonelada de pólvora y las consecuencias potencialmente explosivas podemos verlas en dos niveles: en nuestra relación con el entorno y con nosotros mismos.

En cuanto al entorno, empezamos a padecer cuando queremos imponer al universo la misma estructura lógica con la cual entendemos las cosas: disección de la realidad en elementos constitutivos, clasificación de tales elementos y planteamiento de relaciones causales. Esto, que nos sirve para fines prácticos e inclusive científicos, no es útil para conducir la vida debido a la ambigüedad y la incertidumbre inherentes en vivir. Simplemente no siempre sabemos el porqué de las cosas y, menos aún, cuando el porqué no tiene una «base lógica».

El intento de capturar la realidad y confinarla en nuestras mentes, a través de cualquier sistema, es una de las mayores fuentes de ansiedad crónica que puedan existir. La vida fue hecha para participar en ella y aprender con las manos y pies. Cuando nos sintamos tentados a pensar lo contrario, a querer creer que todo puede ser medido con inyectadora y cortado con escalpelo, haríamos bien en tomar en cuenta los teoremas de la incompletitud de Gödel: un sistema de ideas no puede ser completo y consistente al mismo tiempo, porque, si es completo, no puede ser consistente y, si es consistente, no puede ser completo. Esta rima quiere decir, en palabras de bolsillo, que todo aquel que aspire a definir la realidad en términos definitivos está condenado, en primera instancia, al fracaso y, en segunda, a la locura inevitable de buscar algo que jamás será encontrado.

En cuanto a nosotros mismos, empezamos a padecer cuando juramos que somos seres prístinos, diáfanos, perfectamente conscientes sobre nuestras intenciones y en control de nuestro mundo mental. Padecemos porque dicho juramento presupone un poder que no tenemos: ser, a nivel consciente, los generadores de nuestras motivaciones y pensamientos. La realidad es que nuestros pulsos vitales vienen de rincones mucho más oscuros y primordiales en contraste con las abstracciones de la consciencia. E incluso, las abstracciones de la conciencia, los pensamientos, no emanan de una orden nuestra; por lo contrario, emergen, como olas en el mar, yendo y viniendo, ante la contingencia de la vida.

El problema está en que la ilusión del control sobre nuestros productos cognitivos nos lleva a una serie de racionalizaciones que buscan encubrir la enorme inconsistencia entre lo que nos impulsa, lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos. Esto nos conduce a la negación de nuestras necesidades en nombre del discurso sobre nosotros mismos, cosa la cual, como toda inautenticidad, termina generando enormes presiones sobre nuestra psique hasta que llegue el inevitable quiebre entre sustancia y apariencia.

Habiendo ya explanado cómo la razón se extravía por el abuso o extralimitación en sus capacidades de cara al entorno y nosotros mismos, toca precisar cuáles son sus usos productivos. Respecto al entorno, la razón debe ser un asistente en plantear experimentos para así apreciar los resultados que emanen de la realidad y poder ajustar, por vía de consecuencia, nuestras premisas. Debemos evitar caer en bucles dialécticos en donde nuestra mente da vueltas alrededor de una espiral de elucubraciones y miedos. Con respecto a nuestra autopercepción, la razón debe ser una aliada en reconocer, en vez de negar, nuestras motivaciones. Debe ser como una lupa que busque romper con el discurso sobre nosotros mismos que, como plantea Robert Greene, se constituye por la premisa, en términos absolutos, de que somos «buenos», «autónomos» e «inteligentes». Debemos tener la honestidad de ver las cosas que nos mueven por lo que son y sacarles provecho de una forma saludable, en vez de esperar que la represión nos lleve a una crisis. Esto es esencial, pues la canalización de nuestros pulsos de cara a nuestro proyecto de vida es el camino para volvernos quienes estamos destinados a ser. Solo descubrimos quiénes somos a través de nuestras acciones, por cuanto estas son la evidencia de lo que somos capaces.

Si vemos con tino estas formas correctas de emplear nuestra razón, podemos dilucidar un patrón claro: el pensamiento se mantiene saludable siempre y cuando mantenga una relación constante y amena con la realidad, tanto la que está afuera, como la que se lleva por dentro. El pensamiento saludable es facilitado por la disposición que tengamos de asumir una actitud aceptante con respecto a la información que obtenemos de la mente y los sentidos. Por tal razón, solo el pensamiento aislado, perdido en ese laberinto que es el monólogo interno incesante, es fuente de enfermedades. El pensamiento solo se torna en una aflicción cuando se vuelca contra sí mismo, generando una tempestad de premisas que terminan fungiendo de pared ilusoria entre nosotros y todo lo demás, incluyendo nuestro propio ser.

El pensamiento sano, en pocas palabras, es como ese amigo que, tras haberte atrevido a pasar por una nueva experiencia, te pregunta jocosamente cómo te fue. No es el protagonista de nuestra experiencia, no estuvo ahí en el medio de la acción preguntándonos si debíamos hacerlo o no. Solo ofrece comentario y consejo ante lo que ya se dio bajo la esperanza de que la próxima vez todo pueda salirnos mejor.

@jrvizca

 

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