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El partido militar

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Decía el imprescindible y siempre agudo Manuel Caballero que el político nacional que mejor aprovechó las lecciones de Vladimir Ilich Lenin fue Rómulo Betancourt: a fuerza de su extraordinario liderazgo, su perseverancia y su visión de futuro logró construir al partido por antonomasia del país: Acción Democrática. Esta, en efecto, –como pocas organizaciones del continente– logró conjugar el carácter deliberante con la impronta disciplinaria y centralista propias del partido leninista, extendiéndose por todos los rincones de la geografía nacional en un período relativamente corto de tiempo, y convirtiéndose tempranamente en protagonista de nuestra historia, con los acontecimientos de octubre de 1945.

Lo cierto de todo –y he aquí el punto que queremos destacar– es que al insurgir en esa fecha como fuerza conductora legítima del país, la institución partidista en general, según Caballero, se convertiría en la contrapartida histórica del poder militar en nuestra historia, signada, desde la formación de la república por el dominio de los caudillos militares en los asuntos públicos. Es indiscutible que, después del hiato que constituyó la dictadura perezjimenista, los 40 años del período puntofijista consolidaron la presencia civil como factor determinante en la sociedad venezolana; lo cual no fue suficiente –gruesos errores de las élites dirigentes de por medio– para evitar que a partir de 1999 el país volviera a las andadas militaristas.

Uno de los aspectos paradójicos de la militarización (no entraremos a discutir aquí la importante perspectiva que ha tomado terreno en varios de nuestros estudiosos, de diferenciar militarismo de pretorianismo) que impulsó Hugo Chávez desde su llegada al poder, fue que lo hizo –fracasada en 1992 la vía típica del militar, la violencia armada– a través de elecciones populares, formando como plataforma para apuntalar sus aspiraciones un partido que tendría corta vida, el MVR. Al no poder imponerse a través de una dictadura clásica –en la cual seguramente no hubiese incorporado a los civiles ni como adorno, deducción que hacemos por la forma en que se deshizo, pocos días antes del 4F, de Douglas Bravo y las organizaciones radicales de las que se rodeó para conspirar durante varios años–, Chávez no tuvo más remedio que utilizar las vías democráticas, para lo cual formó el MVR, al cual sustituiría en 2007 por el PSUV, mediante una unificación hecha a troche y moche, sin la más mínima consideración y respeto por sus aliados. Ambos partidos fueron constituidos –sobra decirlo– a su imagen y semejanza, y no es de extrañar, por tanto, que hayan tenido tanto en su estilo, organización y liderazgo, una fuerte impronta militar.

En tanto partidos fuertemente mediados por lo militar, el MVR y el PSUV representan, patéticamente, una contradicción insalvable en los términos, un verdadero oxímoron, pues los partidos –y principalmente el leninista, cuya alma vital es la más ardorosa confrontación de ideas y pareceres– son por definición espacios deliberantes, y ya sabemos que los rasgos principales de la institución militar son, por excelencia, la obediencia y la no deliberancia. Esto tiene un significado fundamental para el análisis del legado chavista (y ahora el madurista): así como el teniente coronel utilizó las elecciones para acabar con el mecanismo electoral como forma democrática competitiva (convirtiéndolas en un mecanismo plebiscitario), de la misma manera utilizaría el partido para acabar con la institución partidista –y sus formas y maneras características– y, en fin, utilizaría también las leyes para acabar con el Estado de Derecho y la democracia.

Durante los 20 años de ejercicio continuo del poder por parte de Chávez y su progenie, los militares han sido determinantes en las distintas fases por las que ha pasado el régimen: de una democracia competitiva con rasgos personalistas y plebiscitarios (los primeros años), a una democracia poco competitiva con acentuados rasgos autoritarios (el período intermedio y final de Chávez), y, finalmente, a un régimen claramente autoritario, cerrado y no competitivo, con unas escasas ventanas democráticas, como podría categorizarse el régimen en progreso de Maduro, Cabello y Padrino (los tres principales árbitros y protagonistas de una compleja madeja de poder autocrática, en donde habría que incluir una activa presencia extranjera de rasgos neocoloniales, Cuba, y a poderosas mafias de índole criminal).

Dentro de este modelo político hay que hacer notar, sin embargo, otra gran paradoja: si bien el papel de la institución armada (el verdadero partido militar) sigue siendo determinante –de hecho, es el hilo que mantiene al régimen en el poder, en medio del dantesco cuadro de deterioro de la vida social y económica del país– a lo largo de los años su autonomía y su imagen como corporación se ha venido diluyendo progresivamente. Nunca antes en nuestra historia la institución militar había tenido un nivel tan elevado de desprestigio y desaprobación como el que tiene actualmente.

Desde los inicios de su gestión, Chávez implementó múltiples mecanismos para anular a la Fuerza Armada y desdibujar su liderazgo y su unidad: desde numerosas reformas legales destinadas a reconfigurarla para hacerla más sumisa y fácil de controlar (la creación de las milicias entra dentro de este cuadro), hasta maromas para congraciarse con la alta oficialidad aumentando a niveles insólitos el número de generales y almirantes (Venezuela, es sabido, tiene más generales que todos los miembros de la OTAN juntos). Pero, sobre todo, el régimen ha anulado a la institución incorporándola masivamente a la administración pública y a la dirección de las empresas del Estado (desde Pdvsa hasta el más estrafalario e improvisado proyecto agrícola o de distribución  de alimentos, etc.), con el fin principal de corromperla. Dentro de esa tónica hay que incluir la parte más perversa: ponerla al servicio de las actividades de narcotráfico y de otras actividades ilegales que dirige el régimen, como la  explotación de las minas en el Arco Minero.

Como ya advertía Manuel Caballero, la militarización de la sociedad venezolana, lamentablemente, ha avanzado hasta extremos no vistos en épocas pretéritas. Esto ha sido bajo el costo altísimo de desprestigiar a los presuntos congraciados, haciéndoles perder toda respetabilidad y auctoritas ante la sociedad. Pese a todo, hay elementos para creer que dentro de la Fuerza Armada hay importantes reservas morales, y que la tradición civilista creada desde los tiempos de Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita pervive y será, seguramente, la base sobre la cual se podrá realizar su rescate y reconstrucción.

@fidelcanelon

 

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