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El Niño Jesús se llama Jaime Tornillo

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Entramos en marzo y yo sigo pegado en el mes de la amistad. Este artículo lo escribí hace algunos años atrás, pero me parece pertinente revivirlo porque ahora se inicia el mes de mi cumpleaños.

La historia que leerán es auténtica. Los personajes, entre ellos yo, seguimos vivitos y coleando, además cultivamos nuestra amistad con mucho abono escocés hasta que, por alguna razón, uno de los dos muera (espero que a él le toque primero).

A las personas que leerán este artículo, les aconsejo que se dediquen a querer a sus buenos amigos. A mi longeva edad estoy autorizado para dar consejos y comenzaré con un pensamiento de Aquiles Nazoa, mi padre, quien decía: “Creo en la amistad como el invento más bello del hombre”. Yo, al igual que él, pienso que es verdad.

Como dirían los españoles, hay personas “mala leche” quienes se ufanan de tener pocos amigos; eso sería bueno si uno sale poco, está muy ocupado o vive en un país lejano. Diferente y chocante es creer que ninguna persona merece nuestra amistad.

También es sano conocer personas que nos caigan mal, entre otras cosas, porque así valoramos más a quienes queremos. El odio, al igual que el amor, une.

Afortunadamente, tengo muchos amigos que como el amor aparecieron solos. La amistad verdadera está en lugares insólitos. Mi teoría es que en todas partes tenemos al mejor amigo que aún no  hemos conocido.

Hace como 10 años desayunaba en un sitio espantoso en la ciudad de La Victoria, estado Aragua. ¡Qué desayuno tan horripilante!, aquella bazofia me puso de mal humor. En la mesa contigua, un señor calvito, bastante feíto por cierto, no dejaba de mirarme. Yo me hacía el loco y pensaba: “¡Ahora sí se puso buena la cosa!, el mazacote de desayuno y este hombrecito enamorado”.

Después de pedir la cuenta de aquel aborto de comida, el mesonero dijo que el señor de la miradera, quien ahora sonreía y me saludaba con la mano, había pagado la cuenta.

—¿Tú eres Claudio Nazoa?

Qué vaina –pensé– me cayó frutero…

Puse la voz de hombre más arrecha que tenía:

—¡Sí!, ¿por qué?

—¿No me reconoces?

—¡Coño, no!

—Tú me cargaste cuando yo era chiquito! ¡Yo era el niño Jesús!, ¿te acuerdas?

¡Ahora sí la puse! –pensé– además de raro, loco.

De pronto, aquel extraño, me recordó una historia de hace mil quinientos años cuando yo estudiaba 3er grado en la Escuela República del Ecuador en San Martín. Resulta que un día, en la clase de religión a la que casi nunca asistía porque yo dizque era comunista, la monja dijo que escenificarían un nacimiento viviente y escogió a la niña más bonita del salón como Virgen María, luego preguntó: “¿quién quiere ser San José?”. Yo, ni corto ni perezoso, levanté la mano.

Necesitábamos a un niño chiquitico y flaquito para que fuera el Niño Jesús ya que tenía que cargarlo, así que fuimos a 1er grado y escogimos al muchachito más esperrujío y flaquito que había: Jaime Pérez, el señor que ahora me miraba.

Ese día recuperé a uno de mis mejores amigos. Jaime trabaja en el mundo de las tuercas y los tornillos y hoy quiero homenajearlo con estas líneas.

Bien valió la pena aquel horroroso desayuno en La Victoria.

@claudionazoa

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