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 El laberinto opositor

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Después de 20 años de régimen chavimadurista la oposición venezolana se encuentra en el limbo jurídico-institucional. La decisión del TSJ de expropiar los nombres y los símbolos de los principales partidos para entregárselos a un conjunto de adláteres y subalternos cooptados por vía de la Operación Alacrán (una de las tantas variantes de la muerte de la política que contumazmente llevan a cabo –con distintas modalidades, tiempos y formatos– los sistemas socialistas autoritarios) debe conducir a la oposición a repensar sus estrategias futuras y a revisar la  dinámica egoísta y la cortedad de miras que ha gravitado en varias oportunidades en sus acciones de los últimos años.

El régimen, ciertamente, ha dado un paso más –que no se puede soslayar– en el proceso, típico de los sistemas totalitarios, de eliminar cualquier vestigio de subjetividad política en la sociedad  venezolana. Anular al sujeto y quitarle toda su identidad y toda su autonomía, su libertad de conciencia, de acción libre y de crítica, sustituyéndolo por el puro ordenamiento burocrático, de eso se trata. En esto ha venido avanzando desde los tiempos de Chávez, cuando se empezó a minar sistemáticamente el papel de interlocución, intermediación y de acción social de los sindicatos y sectores gremiales en general, acosando y persiguiendo a sus dirigentes, suprimiendo y violando sin cesar los más elementales derechos laborales, y cambiando a las organizaciones sindicales  por entes paralelos, conformados frecuentemente por individuos provenientes del mundo criminal. Ahora le tocó el turno a los partidos políticos, sector fundamental de todas las democracias plurales y competitivas.

Se inicia para la oposición, de cualquier forma, una nueva etapa dentro de la lucha por la libertad y la segunda independencia, que si bien va a estar llena de nuevas amenazas y nuevas restricciones, sin embargo, si nos llevamos por nuestras propias experiencias históricas, así como la de otros países, no necesariamente debe conducir a su arrinconamiento y estancamiento indefinido. La inhabilitación jurídica no significa, ni mucho menos, inhabilitación política y social. Al contrario –voluntad y capacidad de autocrítica de por medio– podría convertirse en la espoleta, el impulso, que lleve a la oposición a reformular por caminos más genuinos y creativos la lucha democrática; como ha sucedido en numerosas dictaduras –verbigracia la perezjimenista– donde la necesidad de sobrevivir llevó a fuerzas diversas y dispares a transitar caminos de unidad y de organización singulares y novedosos.

Quizás el gran problema de la oposición en estos últimos tiempos es que las parcialidades se han terminado imponiendo a la concertada lógica colectiva. La MUD ha pasado por distintas etapas (siendo su más exitoso momento aquel período donde ejerció como secretario ejecutivo Ramón Guillermo Aveledo), pero, tan pronto ha sufrido un traspiés, las agendas particulares y personales saltan y se sobreponen a la indispensable consecución de objetivos compartidos. Es sabido que la derrota es huérfana y la victoria tiene múltiples padres; pero el asunto es que cuando se lucha contra regímenes cuya deriva autoritaria ha ido in crescendo, ni siquiera los triunfos (como el de la Asamblea Nacional en 2015) pueden reclamarse, pues pronto son frustrados por los autócratas a lo  Juan Charrasqueado, que cuando no ganan, arrebatan. Esto hay que decirlo en justicia, para tener en cuenta que, en buena medida, hay que ser comprensivos con la dirigencia opositora, pues no hay nada más terrible que luchar contra frustraciones frecuentes y consecutivas.

Lo anterior no es óbice para decir que muchos de los errores de la dirigencia opositora tienen que ver con el excesivo afán de protagonismo. Lamentablemente, el personalismo político que arropa a Venezuela desde los tiempos de Chávez –que se prohíja en los comienzos mismos de nuestra historia republicana, pero había sido domesticado en alguna medida por 40 años de civilizada democracia puntofijista– también se expresa en la oposición, pues esto es un complejo problema de nuestra cultura política. A veces pareciera que para algunos el objetivo de alcanzar la silla presidencial está primero que la meta de derrocar a la dictadura. Esta lucha de egos tomó particular fuerza desde 2014, cuando Leopoldo López –con su recién formada tolda Voluntad Popular– planteó “la salida”.  La derrota subsecuente del extraordinario movimiento social de protestas que hubo, puso en el tapete al carismático liderazgo de López, pero al mismo tiempo abonó el terreno para una intensa disputa entre Primero Justicia, con Henrique Capriles a la cabeza, y el partido naranja, que por momentos ha bordeado un dañino carácter tóxico y antagónico.

Este contexto, donde el interés por tomar las iniciativas e imponer sus propias estrategias y su percepción singular del momento político marca la pauta, ha generado una situación de permanente competencia en la cual, usando el lenguaje de la teoría de los juegos, las distintas toldas opositoras –imitando en este sentido la conducta de Chávez y Maduro en el país a lo largo de 20 años– parecen caer en un juego suma cero, donde el que imponga su visión se quedaría con todo, en lugar de cultivar y desarrollar un juego suma variable, donde todos colaboran y todos ganan (política y civilizadamente hablando). Esta debilidad, lógicamente, es aprovechada frecuentemente por el gobierno.

En este punto el papel que pueda desempeñar Guaidó es decisivo. A él le ha tocado, agraciado por la fortuna –esa sustituta de la voluntad divina que tanta importancia tenía para Maquiavelo–, dirigir al país democrático desde hace año y medio. Y aunque es indudable que ha tenido sus aciertos y ganó inicialmente la simpatía de la mayoría de los venezolanos, gracias a su sencillez y su lenguaje directo y franco, sin poses alambicadas, ha ido perdiendo su capital político, en parte por las recurrentes frustraciones inducidas por el gobierno, pero también por varios errores de significativa monta (el acto en Cúcuta, el 30 de abril, la Operación Gedeón). Detrás de todos ellos ha existido, al parecer, una agenda particular, partidista –color naranja– y no la actuación consensuada entre las fuerzas opositoras. Estará en sus manos madurar como líder y convertirse en un punto de equilibrio de todos los factores democráticos que logre, como el Quijote, desfacer entuertos y no crearlos.

@fidelcanelon

 

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