Las declaraciones del presidente Lula da Silva en su reciente viaje al exterior sobre la agresión a Ucrania provocaron inquietud en muchas cancillerías del mundo. Y causaron grave daño a las aspiraciones de Brasil de ocupar un escaño permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, al que parece llamado (en representación de América Latina). “No importa decir quién tiene la razón, sino poner fin a la guerra”, dijo ante sus anfitriones chinos y europeos. Surgieron las preguntas: ¿No existe el derecho internacional? ¿Se rige la comunidad internacional por la fuerza? ¿Deben los Estados renunciar a sus derechos?

Desde la antigüedad los dirigentes de las entidades políticas trataron de justificar sus acciones, tanto las de orden interno como las de sus tratos con los vecinos, en consideraciones superiores a ambiciones o intereses particulares. La sociedad no es una manada de animales o una horda de salvajes, impulsada sólo por necesidades primarias o inmediatas. Es una agrupación de seres racionales, que pretende – o debe hacerlo – el bien común de sus integrantes, sin dañar a sus semejantes. Está escrito en piedras de Karnak y Hattusas: “Desde la eternidad el dios no permite, por causa de un tratado eterno, que la enemistad exista entre ellos”. Los gobernantes de las primeras ciudades-estado del Medio Oriente, llegaron a acuerdos para resolver los problemas que las enfrentaban:  en el Sumer hacia 2.400 a. C. Lagash y Umma para establecer sus límites territoriales y, por la misma época, Ebla y Sarbasal para regular sus intercambios comerciales.

Aquellas primeras sociedades comprendieron pronto la conveniencia de entenderse y colaborar para mantener la paz. Lo muestra el tratado más antiguo cuyo contenido conocemos: el llamado de Kadesh, entre el faraón Ramsés II y el rey Hattusili III de Hatti (1259 a. C.). Establece: “el rey del país de Egipto (o el del país hitita) no debe atacar jamás al país hitita (o al país egipcio) para apoderarse de una parte”. A ese siguieron muchos acuerdos. Poco a poco (durante siglos) se impuso la idea que cada sociedad tiene derechos que los demás deben respetar y que, a su vez, está sujeta a obligaciones que debe cumplir. Esos derechos y obligaciones se tradujeron en normas jurídicas que pretendían garantizar el orden y la seguridad entre las naciones. A mediados del siglo XVII constituían ya un conjunto orgánico de principios y reglas que es la base del derecho internacional de nuestro tiempo.

El derecho internacional no está formado por preceptos de carácter moral (no coercibles, que han de ser aceptadas por el sujeto), aunque algunos surgieron como tales. Está integrado por auténticas normas jurídicas (es decir, que obligan, son impuestas o heterónomas y coercitivas). Su validez no depende de la voluntad de los sujetos a los que se dirigen. Establecen una conducta que aquellos han de cumplir, aún contra su voluntad. Lo decía bien el tratado de 1259 a. C. Los antiguos lo atribuían a los dioses. Hoy afirmamos que tiene su origen en la comunidad internacional, que es una entidad existente, real (que se manifiesta en principios y normas, en acciones, en convenios y organizaciones) dotada de la fuerza suficiente para realizar sus objetivos (y capaz de sancionar a los transgresores). No le niega vigencia su incumplimiento (como lo comprobaron los jerarcas nazis y japoneses en los procesos de Núremberg y Tokio).

El derecho internacional no se desarrolló plenamente y adquirió autonomía hasta la época moderna. Existía desde antiguo, como expresión de los convenios concluidos entre las entidades políticas. Pero, sus normas se imponían en tanto se aceptasen. Algunas eran parte del derecho interno (como en Roma el ius gentium, aplicable a los “peregrini”). Fue durante el Renacimiento, con la difusión del iusnaturalismo y el surgimiento de los estados nacionales, cuando se reconoció su validez y coercibilidad. Francisco de Vitoria y Hugo Grocio fijaron sus principios y fundamentos. Desde entonces se ha afirmado como corpus propio de la comunidad de las naciones. Después de la Iª Guerra Mundial las normas y las instituciones se multiplicaron; y luego de la IIª Guerra Mundial se trató de darle mayor efectividad. Incluso, se llegó a pensar que estaba cerca el tiempo de la sumisión de los estados al derecho. Lamentablemente, hoy no impera el mismo entusiasmo.

La Carta de las Naciones Unidas (1945) estableció como propósito principal de la Organización “mantener la paz y la seguridad internacionales” (art 1) y señaló que para su realización sus Miembros “arreglarán sus controversias por medios pacíficos” (art.2.3) y “se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado” (art.2.4). No se ha logrado ese objetivo, que – vale la pena recordarlo – es el mismo que sus fundadores (y notablemente Francisco de Vitoria y Hugo Grocio) creyeron correspondía al derecho internacional. En realidad, casi no ha habido un momento de paz desde 1945. No obstante el aparente fracaso, aquel propósito se mantiene. Por eso, la Asamblea General de la ONU condenó (en marzo 2022 y febrero 2023) por votación abrumadora la agresión de Rusia (miembro permanente de su órgano de acción) contra Ucrania, país que pretende anexar.

Sorprenden las declaraciones del presidente del Brasil, país que – no se debe olvidar – fue el único de la región que combatió junto a las democracias en la Guerra Mundial. Hoy, forma parte del grupo de aquellos que aspiran ser considerados como potencias medianas y, por tanto, con mayores responsabilidades en el cumplimiento de los fines de la comunidad internacional, pero que requieren, por su menor desarrollo, la protección de sus normas e instituciones (sobre todo frente a las ambiciones de las grandes corporaciones). Por eso, grave daño causaría a los intereses de Brasil la aceptación de la propuesta de Lula da Siva, que llevaría a la implantación de la ley de la selva en las relaciones internacionales. Según muchos, revela una vuelta al pasado del antiguo líder sindical, fundador del Foro de Sao Paulo y promotor de alianzas para enfrentar el predominio político y económico de Estados Unidos.

Aunque durante su primer siglo de existencia Brasil mantuvo escasa participación en los asuntos de otros continentes (y no siempre armoniosas relaciones con sus vecinos), ha sido con posterioridad uno de los impulsores del derecho internacional. Concurrió desde 1889 a las conferencias panamericanas (la IIIª se celebró en Río en 1906), que dieron origen a la Unión Panamericana, transformada en Organización de Estados Americanos en 1948. En ese organismo ha sido actor principal. Fue parte de la Sociedad de las Naciones (1920) y uno de los cuatro miembros no permanentes iniciales de su Consejo. Pero, se retiró pronto de la Institución. Presionado por Estados Unidos entró en la guerra contra el Eje y figuró entre los fundadores de las Naciones Unidas, en cuyas actividades interviene permanentemente. Más cerca, lideró iniciativas de importancia, como la “Declaración sobre el medio ambiente y el desarrollo” y la conclusión del Tratado de Cooperación Amazónica.

Dados esos antecedentes, resulta extraña la tesis de Lula (“no importa quién tiene la razón” y, por tanto, tampoco “quién es el culpable”). Parece una jugada diplomática –pero no una filigrana de “jogo bonito”! – que busca burlar al contrario. No es propio de Brasil el “juego sucio”; y es inadmisible en el trato entre los estados. La paz, en derecho, se fundamenta en la justicia que supone restablecimiento de la situación jurídica, reparación de los daños causados y sanción de los responsables. La propuesta del mandatario brasileño llama al desconocimiento de los principios y normas que sustentan el derecho internacional (obra de pensadores, estadistas y pueblos) y a la destrucción de un sistema de relaciones creado por la humanidad para evitar grandes tragedias (como los genocidios o la desaparición de la selva amazónica). Basta imaginarse qué hubiera ocurrido si en 1940 se hubiera dicho: ¡No importa quién tiene la razón!

A pesar de las dictaduras y los totalitarismos, el derecho internacional avanza. No lo desmiente la aparente impunidad de algunos transgresores. Cada día se extiende el ámbito (material y espacial) de su vigencia. En época de afirmación de los estados, es garantía de los derechos de personas y sociedades e instrumento de la comunidad internacional para asegurar la paz y la justicia. Pareciera que todavía carece de la fuerza necesaria para imponerse. Pero, la adquiere progresivamente: fija principios y normas, crea instituciones, dicta sanciones, dispone de ejércitos. Critican esa tendencia quienes ejercen el poder en forma arbitraria o pretenden hacerlo.

Twitter: @JesusRondonN 


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!