Los cuatro lustros cumplidos del siglo XXI nos muestran cierto desencanto con la democracia, frustración ante expectativas que la democracia no puede cumplir, pues no es una panacea sino un frágil método de gobierno con el mérito de resolver la mayoría de los problemas que la abruman sin necesidad de recurrir a la violencia. Parafraseando a Churchill, si no el mejor, la democracia en los hechos ha demostrado ser la menos mala de las formas de gobierno. En suma, los retos de la democracia no están en el cambio de su estructura fundamental, esas instituciones que la han moldeado y que se recogen en sus constituciones, sino en sus ciudadanos, y en el uso que le den a esas instituciones para impulsar la democracia.
Sartori lo destaca en metafóricas palabras: “Tenemos que distinguir la máquina y los maquinistas. Los maquinistas son ciudadanos, y no son nada del otro mundo. Pero la máquina es buena. Es más, en sí misma, es la mejor máquina que se ha inventado nunca para permitir al hombre ser libre, y no estar sometido a la voluntad arbitraria y tiránica de otros hombres. Construir esa máquina nos ha llevado casi 2.000 años. Intentemos no perderla”. No resulta casual entonces que en el tiempo presente se haga tanto hincapié en el estudio de la ciudadanía, y haya renacido el interés por el republicanismo y su insistencia en la relevancia de las virtudes cívicas y la participación ciudadana para robustecer la democracia.
Y el Estado ¿tiene futuro? Lo que existe se resiste, y el Estado sigue siendo hoy esa unidad organizada de decisión y acción en la que despliegan su vida los seres humanos. Ninguna otra forma política ha podido sustituir, pese a que esa es la ambición de los “libertarios”, al Estado moderno. La integración de los ciudadanos a su comunidad política encuentra en el Estado nacional su fórmula institucional por excelencia. La autonomía decisional del Estado , así la concibamos como una autonomía relativa, es condición necesaria para fortalecer la democracia, así como la participación democrática es la mejor garantía para fortalecer el Estado, y con ello contribuir a la satisfacción más plena de las demandas ciudadanas, y su correlato en el apoyo decidido del pueblo a la autoridad de las instituciones estatales.
Es una falacia señalar que la globalización traerá como consecuencia la desaparición progresiva del Estado. Por el contrario, los Estados han demostrado una capacidad de adaptación a la globalización, más aún si son estados fuertes en términos de su organización interna. El Estado constitucional regido por el derecho, protector y promotor de los derechos humanos, sostenido bajo genuinos principios de legitimidad democrática, sigue siendo en la actualidad, pese a los cambios de toda índole que experimenta el mundo, el modelo de Estado que mejor garantiza la convivencia pacífica y el ejercicio de las libertades de sus ciudadanos.
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