“MANE, TECEL, FARE”
del libro de Daniel
Hay días así…
Amanece uno, hurgando a ver por dónde anda la esperanza y descubre que alguien le robó la caja a Pandora dejándonos sin ilusiones.
Mientras se desvanece la esperanza, pienso que los avances de la ciencia y la tecnología niegan nuestro derecho al pesimismo, al brindarnos mejores posibilidades de confort, seguridad, calidad y expectativas de vida.
Por un momento creo que lo anterior es válido para toda la humanidad, y retomo por un brevísimo momento la esperanza, pero no es cierto; la ciencia y la tecnología amplían la gran brecha existente entre las sociedades desarrolladas y los países del penúltimo mundo, donde retrocedemos a velocidades astronómicas hacia la barbarie. En la barbarie hasta la rueda es inútil.
Vivimos en una sociedad de profundas desigualdades.
Venezuela nunca fue más igual que durante la llamada cuarta república.
El trabajo, el acceso a la educación de calidad, la posibilidad de la educación técnica rápida (duraba cuatro años), la formación express para el trabajo, representado por el INCE sin “S”, incluso el acceso al empleo público, fueron mecanismos que facilitaron la inserción y la movilidad social, pero como solemos hacer en Venezuela, los mismos impulsores provocaron la paralización de estos avances, destruyeron el orden aparente en que se movía el país, lo hicieron al priorizar sus intereses políticos por sobre los intereses nacionales.
Siendo hombres de partido, al perder su liderazgo, optaron por el antipartidismo, descalificaron las organizaciones creadas por ellos y pervirtieron las instituciones para ponerlas al servicio de sus ambiciones.
Con el apoyo de los grupos económicos, ayudaron a germinar la simiente del caos que nos condujo a la barbarie.
Los líderes de la cuarta, después de hacernos aparentemente iguales, al menos legalmente, promovieron la formación de las corporaciones de intereses para repartirse el país, reabrieron la brecha de las desigualdades que el gobierno actual, convirtió en un abismo insuperable.
El régimen recibió una sociedad conformada por corporaciones de intereses estancos, que se relacionaban y conciliaban gracias a la legislación creada para ese fin.
La primera gran corporación era el Ejecutivo con su sistema de contrataciones, los contratistas y proveedores, la banca estatal y la privada.
La segunda corporación fue el sistema de partidos y las cámaras parlamentarias donde organizaban el reparto, tanto de cargos como de contratos, siempre en nombre de la democracia.
La corporación militar funcionaba bajo la égida del Ejecutivo, su poder derivaba del temor a las intentonas de golpes de Estado, subyacentes en la memoria de los partidos que se turnaban el gobierno. Sus miembros gozaban de importantes privilegios, tantos que era el mecanismo más seguro de ascenso en la sociedad.
Su seguridad social se enmarcaba en el concepto de previsión social, de carácter previsivo, anticipaba las necesidades, en el caso de nuestra “elit” militar, los proveía de vivienda, su equipamiento, vehículos, asistencia médica amplia, abastecimiento y acceso al crédito.
La recreación y esparcimiento se garantizaba a través de los círculos y clubes militares, los cuales restringían el acceso a los civiles.
Para la naciente clase media trabajadora, la seguridad social estaba limitada al Seguro Social, de carácter “protector”, con financiamiento solidario, orientado a cubrir la contingencia cuando ocurriera, de manera igualitaria, sin considerar la diferencia en los aportes.
El sistema de escalafón garantizaba la programación de la carrera, el grueso de las fuerzas tenía su vida y futuro garantizado, las posibilidades de negocios estaban reservadas a los altos mandos y a los medios, solo en determinadas áreas, como puertos, aeropuertos y zonas fronterizas.
El sistema de ascensos usado coercitivamente por la corporación política funcionaba como mecanismo de contención y control.
La otra corporación protegía los intereses de las cámaras de comercios y de industriales, regidas por las leyes proteccionista y antimonopólicas y los secretos canales de acceso a los fondos públicos.
La poderosa corporación conformada por las federaciones de trabajadores y los gremios profesionales era autónoma en el manejo de los aportes de sus afiliados, las “costas sindicales” y los ingentes recursos provenientes del Ejecutivo.
Llegó a ser un gran emporio. Trabajadores que manejaban, dispendiosamente, empresas y bancos (sin sindicatos), superiores en capital y número de empleados a las compañías a las cuales pertenecían las organizaciones sindicales, creadas por ellos, para postularse y acceder a la “Corporación de Trabajadores de Venezuela”. Podían nombrar candidatos presidenciales y ministros.
La otra corporación, con vocación divina, impartía bendiciones, repartía indulgencias y agua bendita, perdonaba los pecados y acompañaba en los actos solemnes y protocolares a todas las demás.
Su poder, impuesto por Dios, se derivaba de la fingida religiosidad de los dirigentes de las restantes corporaciones.
Mediante el Concordato entre la Santa Sede Apostólica y la República, le entregaron el monopolio de la fe y se comprometieron a financiar la Iglesia, subvencionar a los obispos, vicarios generales y consejos parroquiales, a construir y renovar las iglesias y lugares de culto; además, crearon el Ordinariato militar para brindarle “atención religiosa a los militares y sus familias”.
El país lucía dividido entre dos grandes grupos, la corporación de corporaciones y los otros, los humildes mortales que clasificábamos, escasamente, como clase media y trabajadora.
Venezuela después de la aparición del petróleo dejó de lado todo empeño productivo y nos dedicamos a esperar el maná, que ya no caía del cielo, sino que brotaba de las entrañas de la tierra.
La producción de riqueza nunca ha sido preocupación del Estado, nuestro principal problema ha sido cómo redistribuir la riqueza que recibimos del petróleo.
Por supuesto, depende fundamentalmente de variables externas y de nuestra capacidad para organizar la extracción del hidrocarburo.
Para lograr esta redistribución inventamos procesos como el de sustitución de importaciones, de industrialización, programas sociales de carácter compensatorio, decretos de pleno empleo y misiones para hacer llegar la dádiva oficial, haciendo inútil el trabajo productivo.
Repartir ha sido el principal problema del Estado venezolano desde la aparición del petróleo, por eso las capacidades de quienes ejerzan funciones de gobierno no son preocupación de los electores, gana quien más ofrece, aunque no cumpla. Y el que reparte y reparte…
Venezuela nunca había sido tan desigual como en el socialismo igualitario del siglo XXI.
Antes, los prestidigitadores de la política nos hicieron creer que vivíamos en democracia, ahora los predicadores de la igualdad nos sumieron en la distopía de las desigualdades.
En nombre de la igualdad, los mecanismos que permitían la inserción social a través del trabajo, la educación y el emprendimiento fueron demolidos.
El fortalecimiento del Ejecutivo socialista, como único centro decisorio, redujo a los antiguos grupos de poder a cascarones, sin capacidad para concretar sus privilegios.
La Asamblea Nacional actuaba supeditada al Ejecutivo, hasta que, en 2015, la oposición la ganó mayoritariamente, oportunidad que aprovecharon los fósiles de la cuarta para arrebatarle al régimen, con el apoyo de las “democracias del mundo”, una tajada del patrimonio nacional en el exterior, para recuperar sus perdidos privilegios.
No para todos, los 4 G-atos resolvieron sus vidas, sin importarle su siembra de desesperanza y muerte.
Sostienen una presidencia ficticia que les permite abrogarse el vocerío de la oposición sin ejercerla.
La corporación de los trabajadores fue reducida a sus siglas, desaparecieron las reuniones tripartitas, la contratación colectiva, las costas sindicales, sus bancos y empresas subvencionadas por el Estado murieron de mengua, el salario perdió su valor, el Seguro Social su carácter y fue abierto a todo público, las pensiones que otorgaba se repartieron graciosamente, los seguros privados que disfrutaban los empleados públicos y los gremios profesionales quedaron sin efecto y la seguridad social siguió inciertos derroteros.
El trabajo productivo dejó de ser importante, la dependencia del Estado y su obediencia se volvieron el modo de vida de quienes otrora cotizaban a los sindicatos y sus confederaciones.
Las confederaciones fueron sustituidas por asociaciones sindicales paralelas, afectas al régimen.
A la “elit” militar la hicieron deliberante, la incorporaron al partido de gobierno, la comprometieron ideológicamente y la hicieron parte de un gobierno cívico militar, en la primera etapa le incrementaron sus privilegios y luego cuando empezó a menguar el dinero y llegaron las sanciones, vieron disminuidos sus beneficios, tanto que no se notan diferencias entre los trabajadores públicos y privados y los niveles bajos y medios de nuestra fuerza.
Las constantes denuncias de su comportamiento en las alcabalas parece evidenciar la grotesca imagen que tiene el país de sus pasadas glorias.
La corporación integrada por las cámaras de industriales, sin industria y de comerciantes financiados y protegidos por el Estado sufrieron la embestida feroz de los “camaradas”.
Salvo muy dignas y honrosas excepciones, tenían muy poca capacidad competitiva, acostumbrados a un mercado cautivo, protegido y local, no estaban preparados para funcionar fuera del ala protectora del Estado, no manejaban los mercados ni llenaban los estándares internacionales.
Aprovecharon las expropiaciones para ocultar su incapacidad gerencial y mostrarse como héroes y víctimas.
La Iglesia, católica, apostólica y política, por naturaleza anticomunista, al verse atacada, respondió amparada en su poder mundial sin considerar que los intereses del Vaticano, están por encima de las realidades locales; mientras resistían los ataques del gobierno, las relaciones de la Santa Sede y la República Bolivariana de Venezuela seguían su normal curso financiero y diplomático.
En Roma los jerarcas del gobierno se retrataban con el Papa y en Venezuela atacaban despiadadamente a sus representantes, probablemente las relaciones bancarias del Santo Papa sean más importantes que temas como la justicia y la libertad.
La corporación religiosa perdió el monopolio de la fe y el afecto del régimen, quien buscó el apoyo del protestantismo para utilizarlo religiosa y políticamente.
Desmontadas las corporaciones, el poder omnímodo quedó en manos del Ejecutivo, con todos los demás poderes supeditados a sus designios.
Se establecieron dos estilos de vida, el que disfrutan los cercanos al régimen y el que sufre el resto de los mortales.
En las calles los trabajadores van a pie o en antiquísimas unidades de transporte, la clase media conduce vehículos añejos y nuestros gobernantes y sus allegados conducen lujosas camionetas con escoltas.
Mientras los mortales escasamente podemos disfrutar empanadas, los otros, han creado una burbuja de lujo y bienestar ajena al común de la gente.
Como el espacio periodístico apremia, se puede concluir que la cuarta república intentó hacernos iguales ante la ley y que el socialismo del siglo XXI nos hizo iguales en la pobreza mediante la ley.
La aberrante igualdad socialista iguala a los jerarcas a sus iguales e iguala a los demás como una servidumbre medieval donde todos terminamos siendo parte del ejército electoral de reserva.