Corría el mes de agosto de 1999 y la ANC desplegaba una profusión de debates sin límites y sin complejos. Mi vecino de curul, Virgilio Ávila Vivas, persona educada y de trato agradable, era el único representante del otrora hegemónico Acción Democrática (Claudio Fermín obtuvo su plaza constituyente como candidato independiente, siendo que todos los dirigentes de AD que se presentaron en la liza fueron derrotados, incluso CAP, que había sido expulsado, y cuya derrota en su tierra natal significó su decisión de exiliarse y abandonar definitivamente la lucha luego de toda una vida de combate político). Virgilio, con su natural bonhomía, observaba sorprendido el debate, abierto y contradictorio, y me comentaba: este comportamiento era inconcebible en la mal llamada cuarta república, pues la disciplina partidista era cosa seria. Por supuesto, como tenía que ocurrir, pasadas las primeras semanas las aguas borrascosas volvían a su lugar; Miquilena apretaba las tuercas y si era necesario no dudaba en aplicar el alicate. El cabo suelto del nombre de la república se resolvió sin problemas en la segunda discusión. Los constituyentes aprobaron disciplinadamente la línea impuesta por el presidente Chávez (el flamante nuevo nombre, República Bolivariana de Venezuela), y los que no la acatamos éramos conscientes de que nuestros días estaban contados en el proceso político que recién comenzaba.
Cayetana Álvarez de Toledo, la inteligente diputada del Partido Popular español recientemente defenestrada de su cargo en el Parlamento, equivalente a nuestra jefatura de fracción, intentó, no es mi propósito indagar en sus razones, romper un dogma de la democracia de partidos hoy todavía predominante en las democracias liberales: la disciplina partidista. En efecto, la adhesión a un partido político responde a nuestro derecho de participación, es un acto voluntario que implica la aceptación de los estatutos (donde aparecen los derechos y deberes del militante) y de las líneas programáticas que definen a los partidos en el espectro, en el presente bastante desdibujado, que va de la extrema derecha, pasando por el centro, a la extrema izquierda. Y si esto vale para los militantes, mucho más vale para los parlamentarios. Ya nos lo enfatizó Maurice Duverger en su clásica obra sobre los partidos: “Los propios parlamentarios están sometidos a una obediencia que los transforma en máquinas de votar guiadas por los dirigentes del partido”.
Ese dogma de la actual democracia de partidos no es eterno; no siempre fue así, ni en el futuro tiene por qué seguir siendo así. Los primeros partidos de la modernidad (estamos hablando de mediados del siglo XVIII) eran de notables. Los notables vinculados a la circunscripción donde debían elegirse los parlamentarios, normalmente los hombres más influyentes de la comunidad, se reunían en un salón con confortables sillones tapizados de fino cuero, fumando exquisitos habanos y bebiendo un buen coñac, y decidían sobre la selección de los candidatos. Los elegidos tenían una gran libertad de acción y así actuaban en el Parlamento, guiados por lo que un gran político liberal, Edmund Burke, identificaba como “el bien general que resulta de la razón general del todo”.
Esta situación cambió radicalmente con la ampliación del sufragio, de ahora en adelante el sufragio universal, a lo que se sumaron las garantías de ser directo y secreto, un proceso que se extendió, producto de la lucha política, muchas veces con costo en sangre, sudor y lágrimas, desde mediados del siglo XIX a mediados del siglo XX (en Venezuela, el sufragio universal fue la gran conquista de la Revolución de Octubre de 1945), y el surgimiento de los partidos socialistas, que como partidos de la clase trabajadora no podían darse el lujo de permitir a sus parlamentarios licencias disonantes a la línea decidida por los dirigentes del partido. El éxito de los partidos socialistas y la inexorable realidad de la disciplina a la que eran sometidas todas las organizaciones partidistas, si deseaban efectivamente competir por el poder, llevó a la mutación del dogma liberal del mandato libre, transfigurado ahora en mandato de partido.
¿Cuál sería entonces la alternativa para Cayetana, si quisiera, como parece ser, seguir participando en la política española? Dos opciones se le presentan, sin pretender de mi parte darle lecciones: o se separa del partido y construye una tienda aparte, es decir, funda un nuevo partido, tarea hercúlea que seguramente Cayetana entenderá que no tiene en su caso ningún sentido; o da la lucha en el interior del partido, para intentar hacer prevalecer su punto de vista sobre el que en la actualidad es mayoritario. Dicho de otro modo, esforzarse por convertirse en líder del partido, gracias al triunfo de sus convicciones y la denodada y abnegada capacidad de imponerse sobre sus adversarios. Tarea dura, pero no imposible. La historia muestra ejemplos de hombres y mujeres que de minoritarios pasaron a ser líderes mayoritarios en el seno de sus respectivos partidos. Los estudiosos de la temática citan el caso paradigmático del político laborista británico Ernest Bevin, que a través de una tenaz lucha logró que sus posiciones dejaran de ser minoritarias al obtener el apoyo mayoritario del partido hacia su política.
Los dogmas en política no son eternos, y la disciplina de partido no constituye una excepción. Los partidos políticos como tradicionalmente los conocemos, están sufriendo desde hace años una lenta pero inexorable transformación. De partidos de masas han pasado a convertirse en lo que el politólogo alemán Otto Kirchheimer denomina como “partidos atrapatodos”, partidos pragmáticos donde más importante es el número que la calidad, la praxis que las ideas, los resultados que la organización. En suma, partidos laxos, de articulación débil, poco homogéneos, en suma, de disciplina flexible, nunca esas jaulas de hierro oligárquicas que teorizó Max Weber y describió brillantemente su discípulo y amigo Robert Michels. En esta nueva realidad las convicciones pueden valer de nuevo, por lo menos tienen una posibilidad, y los líderes del tipo de Cayetana tendrán entonces una nueva oportunidad, al no sentirse amarrados por la asfixiante atmósfera de los partidos de nuestra contemporaneidad, que se ufanan de su homogeneidad.
El tiempo de políticos de convicciones y también sentido de la responsabilidad, como es el caso de Cayetana, todavía no ha llegado, pero tengan la seguridad amigos lectores que su aurora está por llegar.
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