“La historia nos enseña que casi todos los hombres que han derrocado las libertades de las repúblicas empezaron su carrera cortejando servilmente al pueblo: se iniciaron como demagogos y acabaron en tiranos”. Alexander Hamilton, El Federalista.
La complejidad del arte de gobernar las democracias de nuestro tiempo ha creado un neologismo, la gobernanza, un intento de entender mejor la realidad del gobierno, dado los acelerados cambios que atenazan al Estado y su funcionalidad; su inserción en las sociedades multinacional y transnacional; la globalización y su impacto; los retos de una administración pública que atienda mejor sus cometidos, sea limitándolos, sea ampliándolos, a todo evento superando el clásico modelo burocrático de Max Weber, y así aprovechar mejor la aceleración de las nuevas tecnologías; la llamada sociedad del conocimiento; las relaciones Estado-sociedad civil; y por último, seguramente revierte en lo primero, el engorroso tema de la legitimidad.
La gobernanza es un concepto útil, necesario pero no suficiente para impedir las tentaciones del poder despótico, dada la emergencia creciente de los liderazgos carismáticos en las más diversas latitudes del planeta, lo que nos invita a meditar en las sabias palabras de Hamilton que sirven de pórtico a este escrito.
Maquiavelo recomendaba al Príncipe ser temido más que amado. Sus palabras podían tener sentido para el mundo de los gobernantes renacentistas en que le tocó vivir y que tan bien supo captar, pero que no aplican para las democracias modernas y sus valores de libertad, igualdad y solidaridad. El político actual es primero un demagogo que anima las pasiones de la gente, los convence de la pertinencia de sus propuestas y le ofrece un mundo mejor; en suma, necesita ser amado si desea tener éxito en su camino hacia el poder. Por ello el ideal del político moderno, tal como lo antevió con agudeza Weber, es el de convertirse en un líder carismático, deseo que muy pocos logran, lo que significa que sus seguidores, la comunidad carismática, asumen la creencia de que el líder está dotado de cualidades extraordinarias que justifican su seguimiento, incluida la posibilidad del sacrificio personal ante el elegido.
Ante las inevitables tentaciones del poder, ese poderoso demiurgo de la dominación humana, las democracias modernas pretenden congeniar la legitimidad que proviene del demos, dicho en otros términos, el principio de la soberanía popular, con el Estado de derecho, el primado del imperio de la ley, a través de cuyos cauces el gobierno debe desarrollar su acción. Acaso no son las instituciones sino la condensación de suerte de barreras que impiden el incumplimiento de las obligaciones de respeto al orden constitucional por parte de los gobernantes, pues a través de ellas se restringe la arbitrariedad, el abuso del poder y el cáncer de la corrupción, el mejor antídoto ante las asechanzas del liderazgo carismático.
La tarea pendiente, dentro de tantas tareas pendientes del renacimiento de la democracia venezolana, está en el fortalecimiento de las instituciones, comenzando por la propia Constitución, para a partir de allí construir una democracia moderna que nos invite a exorcizar nuestra tragedia de Sísifo, una democracia real que pese a sus imperfecciones fuimos incapaces de consolidar en el corto y envidiable período histórico que hemos dado con justeza en llamar la República Civil.
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