A finales de la década de 1970, Den Xiaoping se convertirá en líder supremo de la República Popular China —había ascendido de manera gradual a la cúspide del poder público, después del fallecimiento de Mao Tse-tung en 1976, conduciendo a partir de entonces un orden de reformas profundas en materia económica, que terminaron por modelar la gran potencia industrial y comercial de escala global que hoy conocemos—. Décadas después, ya en pleno siglo XXI, el mundo contemporáneo comenzará a sentir los visibles resultados de aquella gran transformación económica y política —hoy se trata esencialmente de una economía de mercado, o el socialismo bajo características chinas, asegurando la continuidad del Partido Comunista en la jefatura del gobierno, tanto como la congruencia de sus métodos opresivos, quizás la única fórmula eficaz para sostener el orden en sus regiones autónomas, municipios sometidos a jurisdicción central y zonas administrativas especiales—. Y es que Deng fue capaz de comprender el tamaño de la oportunidad que significaba poner de lado el modelo autárquico —la Gran Revolución Cultural Proletaria llevada a cabo entre 1966 y 1976—, para dar paso a una expresión novedosa del capitalismo moderno.
En Estados Unidos se fraguó la creencia —el doctor Kissinger fue uno de sus principales valedores— según la cual la economía de mercado no solo elevaría el nivel de vida de la población, sino además auspiciaría una liberalización de la política, creándose alternativas diferenciadas del pensamiento comunista y naturalmente del partido hasta entonces hegemónico en el gigante asiático. Tal como hemos visto, aquellas fueron expectativas no cumplidas. Lo que sí tuvo lugar fue la fractura del comunismo liderado por la Unión Soviética —China transitará caminos distintos en sus relaciones con Occidente, consolidando una posición independiente del bloque antagónico a Estados Unidos en tiempos de la Guerra Fría—.
China y Estados Unidos, sostiene Kissinger en su libro On China (2011), “…se han visto obligados a superar sus ambivalencias internas y a definir la naturaleza última de su relación…” bilateral. Sugiere avanzar de la gestión de crisis sobrevenidas a una definición de metas comunes, desde la solución de controversias estratégicas, hasta el trazo de actitudes que puedan evitarlas. Y sobre ello se pregunta: ¿es posible evolucionar hacia una asociación genuina y un orden mundial basado en la cooperación?
No es fácil responder a tan pertinente y actual interrogante. Como bien ha señalado Francis Fukuyama en su libro Trust (1995), la única posibilidad de construir «confianza», se alcanza cuando las partes comparten los mismos valores y están plenamente dispuestas a respetar las reglas establecidas. He aquí una primera gran dificultad, prácticamente insalvable entre China y Estados Unidos: la dicotomía palmaria entre una democracia liberal fundada sobre los valores de la ilustración —el republicanismo es esencial al modelo sociopolítico norteamericano— y un régimen decididamente totalitario. Quede claro que Fukuyama confronta en su tesis la ortodoxia tanto de la izquierda como de la derecha y sus mutuas provocaciones. Al final del día, ni el radical individualismo que tiende a descuidar la base moral en una comunidad humana —a veces ignorando determinados factores irracionales que influyen sobre el comportamiento de ciertos agentes económicos—, ni tampoco la concepción marxista que anula la iniciativa privada en beneficio de un sistema de planificación centralizada y además excluyente de todo pensamiento alternativo, han logrado resolver los grandes problemas que agobian a la humanidad. Por ello nos manifestamos siempre partidarios del centro ideológico que preconiza la frase: «tanto liberalismo como sea posible y tanto Estado como sea necesario».
Pero volvamos sobre el tema de la relación bilateral entre China y Estados Unidos de América. Ambas sociedades nacionales —prosigue Kissinger— creen que representan valores únicos. La singularidad norteamericana se desdobla en aquello que la gran nación siente como obligación ineludible de diseminar los valores de la democracia liberal y el republicanismo a lo largo y ancho del mundo. La excepcionalidad China es ante todo cultural, por lo cual su dirigencia política —afirma Kissinger— no se aboca al proselitismo, en tanto y en cuanto considera que sus instituciones contemporáneas carecen de relevancia fuera de su ámbito territorial. En otras palabras, la aproximación a la China de nuestros días solo se entenderá como asimilación o adyacencia a sus valores culturales y formas de organización política.
La cooperación es muy difícil cuando se trata de sistemas antagónicos de suyo excluyentes, o en todo caso sería un ejercicio inherentemente complejo. Sobre estas bases —cooperantes—, el enorme reto consiste en abordar las relaciones partiendo de un esquema de consultas recíprocas y ante todo de mutuo respeto. Podría entonces fraguarse un orden global compartido entre grandes bloques comerciales, donde coexistan aspiraciones paralelas en ambiente de paz. Porque un modo discordante de arbitrar las relaciones comerciales —es lo que hoy estamos presenciando entre Estados Unidos y China— nunca producirá los beneficios correlativos propios de un sistema basado en la colaboración, la cortesía y el reconocimiento que deben prevalecer entre naciones civilizadas.
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