Menudos dilemas que los demonios de la historia nacional y latinoamericana, junto a la perversa vocación totalitaria de la élite chavista enquistada en el poder durante 20 años, plantean recurrentemente a todos los venezolanos y al liderazgo democrático en particular. Después de casi año y medio de que se escogió un nuevo camino en la lucha por restablecer un régimen de libertades, al proclamarse a Juan Guaidó como presidente interino, es natural que surjan dudas sobre el camino recorrido, sobre todo si se admite con franqueza que se han cometido errores garrafales y que -además- no se observan avances tangibles.

El hecho de que Nicolás Maduro siga, impertérrito, cometiendo tropelías y haciendo daños incontables al orden cívico y legal, a la economía y a la vida de todos los habitantes del país, ha llevado a algunas voces a discutir si merece la pena continuar la estrategia escogida en enero de 2019, basada en una especie de doble tenaza: una internacional, configurada principalmente por las sanciones, y otra nacional, referida a la recuperación de la calle y a la acción consensuada de los liderazgos sociales y gremiales. Ninguna de las dos tenazas -los hechos están a la vista- han podido minar significativamente las bases del régimen y producir el ansiado quiebre de la élite política chavista, que, más allá de algunas defecciones individuales de cierta notoriedad, parece seguir unida, creando a cada momento -de la mano de sus aliados non sanctos– un mecanismo más artero que el otro para burlar las sanciones y apropiarse de las cada vez más disminuidas oportunidades de producción de riqueza de nuestra empobrecida nación.

Tratar de reducir la discusión de este escenario a lo que se sabe de experiencias en años o décadas anteriores tiene la desventaja de que ignora las nuevas realidades del mundo global y las particularidades de la realidad política nacional. Es cierto, en efecto, que las sanciones internacionales de Estados Unidos y países europeos contra Corea del Norte, e Irán -y, naturalmente, a Cuba, hace más de 5 décadas, seguramente la más larga de la historia moderna- no han hecho más que atornillar a las élites en el poder, prevalidas de su discurso nacionalista movilizador y del consecuente aislamiento del país. Sin embargo, en ninguno de esos países existía una oposición organizada como la nuestra (con restricciones e impedimentos cada vez mayores, ciertamente) y mucho menos un poder público -la Asamblea Nacional- con mayoría opositora. Esas singularidades, que parecen marcar una frontera, delgada pero frontera al fin, entre regímenes totalitarios o autoritarios no competitivos y regímenes autoritarios competitivos, parecía dar un margen de expectativa prudentemente optimista acerca de la efectividad de la estrategia concebida; particularmente si la otra tenaza, la nacional, conducía otra vez a escenarios semejantes a los de 2014 y 2017, con sus vibrantes movilizaciones de masas.

Pero ya sabemos que la esperada reactivación de la calle no ha tenido lugar. Dos factores parecen haberse conjugado para que fuese así: el primero, una especie de frustración y desesperanza colectiva que se introdujo en el cuerpo social después de esas agotadoras y maratónicas jornadas, y el segundo, un deterioro tal de las condiciones de vida que ha llevado a los venezolanos a vivir en la más grande precariedad: el gobierno, de por sí el más incompetente de nuestra historia republicana, se ha concentrado de tal forma en salvar su pellejo y conservar el poder, que abandonó totalmente sus funciones de dirigir el Estado, fomentar la economía y la producción y gestionar los servicios públicos. Situados en el más abyecto mundo de la necesidad, los venezolanos no han tenido, hasta el momento, ánimo y tiempo para colocar a la libertad y la lucha cívica como parte importante de sus tortuosas vidas cotidianas.

En medio de este tétrico panorama, en donde Guaidó y los demás líderes -errores aparte no son más que una brizna de paja en el viento, puede entenderse perfectamente que algunos grupos opositores, así como personalidades respetables, que no tienen nada que ver con la impúdica “oposición” de la Mesita y la fraudulenta nueva directiva de la AN, hayan sugerido recientemente volver a la vía electoral, lo cual implicaría retomar las negociaciones con el gobierno. Quizás la principal -y única- ventaja de esta opción es que, si se llegasen a acuerdos confiables mínimos -algo difícil de creer conociendo los anteriores intentos de negociación podría allanarse el camino para una lenta y progresiva recuperación de la economía nacional, tomando como dato cierto que desde hace más de un año el gobierno ha transitado el camino de la apertura económica, aflojando la política de controles. Pero este escenario llevaría directamente a un sistema de convivencia y cohabitación, que posiblemente ni siquiera llegaría a ser tal, conociendo el talante forajido y totalitario de Maduro, Cabello y demás líderes del régimen (cuesta imaginar, en efecto, a estos en el rol tolerante, persuasivo y paciente de un Frederik de Klerk al negociar con Mandela el fin del régimen del apartheid en Suráfrica).

Por otra parte, no luce viable, al menos por el momento, un cambio en la estrategia opositora de buscar el quiebre del régimen mediante las sanciones y progresivas presiones de la comunidad internacional. En estas cosas -¿hay que decirlo?- la geopolítica y las relaciones de poder tienen un papel decisivo, y tanto en Estados Unidos, la mayoría de nuestros vecinos y varios de los más influyentes países del mundo, se instaló la convicción de que con Maduro en el poder será muy difícil realizar unas elecciones transparentes y llevar a cabo una transición pacífica. La creciente transgresión que hace Maduro del Estado de Derecho y las reglas democráticas, las evidencias de su colaboración con países tachados de terroristas, como Irán y Corea del Norte, así como con Rusia y China, y el doloroso drama de la masiva inmigración venezolana, han dado fundamento a esa percepción. Trump, en este sentido, ha conseguido alinear tras de sí a la Unión Europea, y sobre a los miembros más poderosos de esta (Reino Unido, Francia, Alemania) después de continuas diferencias con respecto al caso venezolano, con su propuesta de formar un Consejo de Estado que sustituya a Maduro y presida la transición.

Es natural, en fin, que al no haberse alcanzado todavía el quiebre del régimen a través de las sanciones, se ponga en el ambiente con más fuerza la solución que vamos a llamar -debido a lo complicado y tortuoso de su tratamiento- el arbitraje externo, llámese TIAR, responsabilidad de proteger, intervención de una coalición de países, etc-. Lo paradójico es que esa es la opción que Trump ha querido justamente evitar (por más que profiera amenazas altisonantes) siendo coherente con una concepción de la política exterior que busca evitar los costos de ser la policía del mundo, y procura concentrarse en producir riquezas para los americanos. Es posible que la difícil situación electoral que vive ahora, cuando está siendo superado ampliamente por Joe Biden -acusando el duro golpe a la economía por la cuarentena- lo lleve a repensar sus estrategias. Maduro, mientras tanto, teledirigido por los cubanos, no hace más que elevar los costos de una eventual salida de ese tipo, mostrando músculos donde no tiene y exhibiendo fortalezas donde lo que hay son debilidades. Hoy, más que nunca, lo que sienten y lo que piensan los venezolanos le tiene sin el más mínimo cuidado.


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