«Education is what remains after one has forgotten what one has learned in school» (1) (ALBERT EINSTEIN)
Debería leer, si no lo ha hecho ya, los relatos de Roald Dahl. Casi todas las historias del autor británico se caracterizan por un giro brutal que sucede hacia el final de la trama. Dahl descoloca a cualquier lector acostumbrado a leer narraciones lineales. La afición del escritor a dar estos volantazos cuando está a punto de llegar al desenlace transforma el sentido del argumento poniendo todo patas arriba y logrando que lo que era aparente deje de serlo para convertirse en otra cosa. Por citar un ejemplo, en la colección de historias Tales of the Unexpected (2) la primera de ellas titulada «Taste» («Gusto» o «Sabor», aunque fue traducida al español como «Gastrónomos») cuenta lo que pasa durante una cena de un grupo de amigos en la casa de los Schofield, una familia adinerada que disfruta de una selecta bodega de vinos caros. La historia cobra interés cuando uno de los comensales -Richard Pratt- presume de paladar experto en el conocimiento detallado de los vinos e inicia un juego peligroso. Se atreve a realizar una apuesta inapropiada y fuera de lugar que, por extraño que parezca, el anfitrión acepta. Imagine lo que viene luego, pero no soy yo quien para privar a nadie de la lectura de semejante maravilla. Roald Dahl no decepciona nunca.
Y es que hoy quien haya sido educado, bien educado, en valores de honestidad y autenticidad queda relegado al cuarto de los raros. Un individuo honesto no aceptará la mentira ni el engaño. De eso trata el relato de ahí arriba. Sabemos que el camino más corto siempre es el atajo; sin embargo, cuando tomar un atajo significa -casi siempre- hacer trampa, entonces quien elige atajar está engañando a sabiendas de que no es moralmente bueno lo que hace. Y, con todo, lo hace. Aquellos que solo buscan llegar a la meta, conseguir el aprobado, a base de trampas y engaños han sido mal educados por sus padres, no han sido siquiera educados o merecen una segunda oportunidad para ser educados aprendiendo una lección rigurosa de disciplina. Hablo de la falsedad y la mentira. Por descontado, el profesor cuenta con recursos de control eficaces para evaluar el trabajo y el conocimiento de sus alumnos. Supongo que escasean los alumnos preocupados esencialmente por aprender y saber qué se ha visto en clase si un día no han podido asistir a clase.
Un pesimista interpretaría la cita de Einstein de ahí arriba como que la escuela no sirve para nada. Un optimista como yo -que también he ido a la escuela- cree que el físico alemán ha querido decir que la educación es el poso que nos queda en los huesos una vez que nos hemos olvidado de todo. Entiendo que la escuela, las escuelas de todo tipo y las enseñanzas que se imparten, dejan huella en nosotros. La educación no consiste solo en aprobar exámenes, obtener buenas calificaciones, aprender a aprender, sino en las lecciones que recordamos con el paso de los años. La perspectiva que otorga el hecho de haber sido disciplinado, haber tenido la paciencia y la calma de escuchar a los profesores explicar su materia, seguir la instrucción, entender que uno mismo es uno más en el colectivo de la clase.
Estamos inmersos en dos mundos distintos. Un mundo real que nos hace sufrir, que nos trae por la calle de la amargura. Otro que no lo es tanto y nos permite olvidar que nos falta todo, que queremos más. Un mundo en el cual nos mojamos cuando llueve, nos enfadamos y decimos palabrotas; otro mundo en el que apenas llueve o en el que llueve si queremos. El mundo de la pantalla que nos ha abducido. La pantalla nos secuestra continuamente a lo largo del día (y la noche, para los que son rehenes de verdad). No importa que se trate del ordenador (computadora en Venezuela), del cine o el teléfono móvil.
Vivimos muchas vidas aquí, de este lado. Soñamos mucho allá, detrás del espejo. Anoche me atraparon desde el lado oscuro a través de una historia. Una amiga compartió un mensaje por Whatsapp. Era un video (3) que reflejaba el momento epifánico de un crío rebelde poseído por el baile, la música y vaya usted a saber si también estaba metido ahí el demonio. Todo comienza en el dormitorio de la madre. El peque, de aproximadamente diez años, abre los cajones de ropa de su madre, se empapa de colonias y perfumes y deja un revoltijo de accesorios femeninos en la alcoba. Se pone encima un vestido. Un vestido de su mamá que le sienta de mala manera, vamos, malamente tra, tra. Aprovechando el espejo del tocador de su progenitora, que ni se imagina el caos del mocoso, mirándose al espejo se pinta los labios y gesticula flamenco con las gafas puestas en esa cara de niño. Gracioso. Hace un giro remolino sobre sí mismo como si fuese Lola Flores y camina torpe subido a unos zapatos de mujer grandes para sus pies que, no obstante, maneja con destreza para patear objetos y destrozar con certera puntería frascos, potes y floreros. Lo primero que rompe en su danza maléfica es un jarrón del pasillo. Al compás de la música gira otra vez, mira a la cámara y pone morritos, retador y chulito. Esto no ha hecho más que empezar. Apunta con ese pie suyo a otro objeto decorativo de la casa y dispara con tan buena fortuna que acierta de lleno. Baja por la escalera descolocando los cuadros uno por uno, coge un paraguas y sigue moviéndose, rítmico el chavalín, hasta llegar junto a su hermana que lo mira atónita. Rompe más cosas, se impregna las manos de pintura de acuarela, mancha el suelo y las paredes a propósito. Parece querer dejar su marca en el Paseo de la Fama de Hollywood. Sí, el artista dejará huella. La madre, incrédula y pensativa lo ve pasar bailando y no dice nada. Al final, la historia acaba con un giro de esos que le gustan a Roald Dahl y que no voy a estropear yo.
(1)»La educación es lo que queda después de haber olvidado lo aprendido en la escuela» (A. EINSTEIN)
(2) Relatos de lo inesperado
(3)