«Si Morales no capitula, monda» es la frase que en la región zuliana se le atribuye a Ana María Campos, aquella heroica mujer que, inspirada por la visionaria idea de la libertad y justicia ante la opresión, fue capaz ella solita, en 1823, de enfrentarse al mismísimo capitán realista Francisco Tomás Morales, cruel villano que la torturó paseándola por las calles de Maracaibo, desnuda sobre un asno. Ella, señalando al cielo, les indicaba a los contumaces marabinos, tercamente atados a la Corona, que ya era tiempo de romper las cadenas del yugo español y unirse a las otras provincias venezolanas, liberadas hacía ya dos años.

La historia de Campos –como la de otras heroínas que la historiografía venezolana nos da cuenta, como Josefa Camejo, Juana la Avanzadora, o de las cacicas indígenas Ana Soto o Apacuana, de las que ya hablamos por este mismo medio– está llena de romanticismo, de coraje, de heroísmo, de un valor que solo una mujer puede demostrar frente al patriarca opresor… Solo que en este caso el cuento carece de un solo elemento: la verdad.

Si bien el mito histórico ha servido a muchas naciones a su consolidación como tales, el manoseo de la historia no deja de revelar las intenciones ideológicas con las que se pretende tapar realidades, muchas de las cuales son diametralmente opuestas a la idea que se pretende exaltar.

En el caso que nos ocupa, el Plan de la Patria 2019-2025 insiste en el concepto de Descolonización de la Historia, para el cual el gobierno se plantea la necesidad de cambiar la narrativa de la conformación de la nacionalidad venezolana no solo resaltando las figuras «protagónicas» de los indígenas, los afroamericanos y del sexo femenino en la génesis nacional, para acomodar la historiografía a un relato más agradable a los oídos de la izquierda continental, tan dada a las reivindicaciones como sustitutos de la dialéctica de la lucha de clases.

Así pues, de la mano del feminismo insurgente, al lado de los guerreros caribes –los arahuacos malinchistas no existen– se inventan figuras como Apacuana o se tergiversan otras como la de Ana Soto, que sí existió, pero de heroína nada; al lado de la figura romantizada del Negro Primero, se contrapone la de Juana Ramírez, la Avanzadora, la supuesta afrovenezolana de Maturín que comandaba las huestes libertarias de Oriente, según dice Wikipedia, sin fuentes más allá de relatos periodísticos y un folleto turístico; y ante la del procerato masculino, las de mantuanas a caballo como Josefa Camejo o a lomo de mula como la mártir Ana María Campos, a quien suponemos blanca de nación, donde es un lugar común la inexistencia de documentos que prueben su inmolación, en el caso de Campos, o que demuestren su presencia en el campo de Carabobo, en el de Camejo.

Lavarles la cara a las provincias reinosas

El director del Centro de Estudios Históricos de la Universidad del Zulia, el profesor Ángel Lombardi Boscán, atribuye a la tradición oral la existencia de la supuesta mártir del Lago antes mencionada. Lombardi, Premio Nacional de Historia, asegura: «la premisa de que los historiadores lo que no sabemos lo inventamos se comprueba en los casos de las heroínas de Ana María Campos y Domitila Flores», ambas «mártires» cuyos restos simbólicos fueron trasladados en alas de la fantasía al propio Panteón Nacional, en julio pasado, en el marco del bicentenario de la Batalla Naval del Lago.

Así bien, en las páginas de TeleSur se encuentra una nota histórica, anónima y sin fuentes, que asegura que Ana María Campos Cubillán nació el 2 de abril de 1796 en los Puertos de Altagracia. En su casa se había refugiado el jefe realista Morales, tras la ocupación (sic) de Maracaibo por los ejércitos del Rey, en 1822, momento en que la veinteañera Ana María comenzó a conspirar, hasta que se le plantó al español e incitó a los marabinos a la escisión de la provincia, que se lograría el 24 de julio de 1823, fecha de la batalla naval del Lago.

Lombardi Boscán cita un trabajo de investigación del genealogista venezolano Juan Carlos Morales Manzur, quien descubrió la existencia de Campos, pero nacida en Maracaibo. De su intervención a favor de las facciones republicanas o de su supuesto martirio no hay evidencias. Tampoco se halla ninguna explicación a la frase que se atribuye, toda vez que «monda», más allá de lo registrado por la Real Academia Española, no es un zulianismo conocido ni se sabe exactamente qué significa. No obstante, el monumento con asno y todo, erigido en 1956, en la parroquia Santa Lucía de Maracaibo, está dedicado a su «memoria esclarecida» (sic) y es motivo de visitas de colegios para hablar de la hagiografía de la mártir que no fue.

Para la fecha, en el marco de la guerra civil de secesión de Venezuela y que la historiografía llama Guerra de Independencia, dos provincias se habían mantenido fieles a la Corona: Maracaibo y Coro –esta última creada en 1815 por Real Cédula de Fernando VII, como resultado de su lealtad al Imperio Español, en oposición a Caracas y al resto de las provincias de la Capitanía General de Venezuela.

En el marco de una narrativa histórica que exalta –entre aleluyas y naguarás– a los republicanos, devenidos en patriotas, todo lo que represente el pasado provincial, la lealtad a España o las ideas reinosas –como se les llamaba entonces a los realistas– debía de ser execrado y repudiado. La leyenda negra antiespañola sirvió de pivote para la redención de los errores de los próceres, que no supieron conducir al país a la paz y al progreso, sino al retroceso y al fracaso que Venezuela mostró, entre guerras y revoluciones, durante todo el resto del siglo XIX y parte del XX.

Un país que se considera a sí mismo guardia y custodio de la memoria del cristo republicano, Simón Bolívar, es poco proclive a aceptar el disenso. Así bien, el sentimiento de «traición» a las ideas secesionistas se ven matizadas, por el discurso oficial, como «ceguera» ideológica de marabinos y corianos, y a hasta cierta terquedad conservadora, por lo que ambos pueblos llevan sobre sus espaldas el peso de la contumacia y la idiotez, que solo puede redimirse con mitos románticos, más si estos vienen de la mano de mujeres.

De ese sentimiento en ambas regiones dan cuenta canciones como Maracaibo marginada de Ricardo Aguirre, que atribuye el «olvido nacional» que sufre el Zulia a su apego a la Corona: «Maracaibo tierra mía idolatrada y olvidada por ser leal [a España]». Por otra parte, El Coro triste de mi canción reclama que la Cruz de San Clemente –la primera erigida en el territorio al iniciarse la Conquista– muere de «comején y pena», según lo decía Alí Primera, clamando por el «paisano» (Douglas Bravo) que no acababa de llegar para devolverle a la región coriana un protagonismo en la nueva independencia mediante la insurgencia guerrillera de los sesenta.

A la sombra de un cují

En el caso coriano, obstinadamente reinoso, la historiografía reinventó una heroína a partir de los archivos del general Rafael Urdaneta que contaba cómo una dama de Paraguaná, dueña de un hato llamado Aguaque, animaba a los paraguaneros a sublevarse contra el Rey. El papel de aquella mujer, azuzando a los lugareños a hacerles frente a los corianos –y a los indios caquetíos de Moruy y Santa Ana, que se habían sublevado a favor de España– para que se alinearan a la corriente secesionista no fue suficiente para los historiadores, ávidos de encontrar personajes «olvidados injustamente» por la Patria para ser ellos los descubridores de nuevos ídolos del procerato nacional.

Según el historiador y profesor de la Universidad de los Andes Isaac Abraham López, paraguanero él, sería Aníbal Hill Peña en 1934 quien exaltaría la figura de Josefa Venancia de la Encarnación Camejo y Talavera, exigiendo para ella en la prensa local un monumento digno como heroína de la independencia (sic), lo que generó una controversia que él recoge en el último capítulo de su tesis de grado Coro. Crítica historiográfica y fuentes para su estudio 1527-1823 (ULA).

De su papel como conspiradora y como voz alentadora para la separación de la provincia de Coro, jurando debajo de un cují en su hato paraguanero, pasó, por arte de la falsificación en manos de historiadores buscadores de aplausos ante el gobierno del estado Falcón, a montarse en un caballo y batirse a espada limpia contra los realistas en el campo de Carabobo. La inventiva la puso al frente de sus trescientos esclavos (sic) para obligar a los corianos a aceptar la propuesta bolivariana, por lo que sus restos simbólicos reposan en el Panteón Nacional, desde el 8 de marzo de 2017, en ocasión del Día Internacional de la Mujer.

Como dice el profesor López, el verdadero valor de Camejo para la causa republicana se desvirtúa cuando se usa su nombre para crear un mito que tapa su participación en la gesta heroica, no necesariamente modesta si tomamos en cuenta la sociedad donde vivía y su condición de mujer de principios del siglo XIX. Lo mismo pasa cuando a ella se la entierra simbólicamente junto a un cofre con tierra que representa los restos de Apacuana, de cuya vida ningún documento da fe.

Esa construcción mítica sirve, igualmente, para tapar a otro héroe del mismo bando republicano, Juan Garcés y Manzanos, con méritos suficientes para ser recordado, pero que fue opacado por su lucha enconada contra el héroe epónimo del estado, Juan Crisóstomo Falcón, cuyas tropas lo mataron en 1854, al fragor de la Guerra Federal.

«Cantos e imágenes sumaron en la construcción de un hecho desligado totalmente de época y contexto, de tiempo y de espacio. Josefa Camejo no es ya un personaje histórico del siglo XIX; es un símbolo que políticos de todos los partidos utilizan para ensalzar la propia gestión», dice López en una serie de publicaciones en Facebook, basadas en su tesis de grado.

¿Eres hembra o eres macha?

La transformación de aquella esposa y madre en una denodada guerrera, a lomo de caballo, sable en mano y defendiendo los colores de la República en el campo de Carabobo, implica que, para la historiografía venezolana, los gestos heroicos –tal como lo señala López– no se pueden considerar si no median la sangre, el degüello y la violencia. La actuación comedida de Josefa Camejo, la real, debería ser suficiente para su reconocimiento como impulsora de la causa emancipadora, pero, para su tal fin hubo de masculinizarla, volverla una tropera, una guerrera… Por otro lado, quizás haya otras mujeres en la historia de la guerra civil que vivimos entre 1812 y 1823 que tuvieron gestos tan o más heroicos como el de la Camejo, solo que lo hicieron desde el bando perdedor y sus testimonios se esfumaron para siempre, entre el ocultamiento deliberado y el olvido.

Caso contrario al de Camejo es el de Manuelita Sáenz, la díscola amante de Bolívar, cuya relación no ocultó a pesar de estar casada con el doctor James Thorpe. Tal como lo cuenta Inés Quintero en Las mujeres en la independencia: ¿heroínas o transgresoras?, la historiografía convierte en virtuosa a Sáenz toda vez que su imagen de adúltera fue lavada por una conversión en heroína, tras salvarle la vida a Bolívar en el atentado el 28 de septiembre de 1828, llevado a cabo en Bogotá. Según Quintero, Sáenz, cuyo nombre llevan algunas escuelas básicas en Venezuela, es digna de entrar en las páginas de la historia siempre y cuando esté a la sombra de don Simón, pero desaparece una vez muerto aquel, a pesar de sus intervenciones en la vida política de Ecuador, que no merecen atención por parte de cronistas ni historiadores.

Los nombres de estas «heroínas» han sido tomados por diferentes organismos públicos nacionales y regionales para crear órdenes, algunas de las cuales se otorgan a mujeres el 8 de marzo, como símbolo del feminismo que se quiere exaltar.

La idea de darle a la mujer su justo puesto es loable desde cualquier punto de vista y es necesario en una sociedad que, por atavismos, ha visto de soslayo su aporte a la vida nacional. Es cierto que a ellas les cuesta más hacerse notar que a los hombres; también, que su trabajo es pagado por debajo del de ellos y que hay una tendencia histórica a considerarlas en minusvalía. Las venezolanas han construido este país, donde el matriarcado es la regla y donde la mujer ha sabido sustituir la ausencia de padres irresponsables criando hijos de bien. De esas heroínas sin nombre y sin cronistas los cronistas poco cuentan, a no ser por anécdotas electorales como la de Carlota Flores y su hija Aleida Josefina que tanto impulsó la campaña electoral de Luis Herrera Campíns en 1978, o la propia Lina Ron en la época en que vivía Chávez.

Cuando se revisa el Plan de la Patria, en su Agenda programática de las mujeres e igualdad de género, se prevé que para alcanzar la promoción de la mujer y de los grupos sexodiversos en el país, se recurrirá a la despatriarcalización y descolonización de la sociedad, así como también al impulso del sistema educativo, comunicacional y cultural liberador, que se traduciría, entre otros planes, en la creación de la Escuela Feminista del Sur Argelia Laya (Femsur), una de cuyas sedes está en la parte alta de San Bernardino: una vivienda que sirve de centro de adoctrinamiento, hotel, estacionamiento de carros abandonados, y hasta de fuente de ruido y molestias para los vecinos, la cual está habitada mayormente por… hombres.

El feminismo, el indigenismo y la inclusión de otras minorías étnicas y sexuales solo sirven para tapar, pues, la realidad de un sistema que sigue siendo como otros del pasado, donde la mujer, el indio y el negro prestan sus banderas para mal disimular atavismos, con lo que la historia solo se usa para justificar las enormes diferencias que vivimos los venezolanos, en tiempos en los que hay unos «más iguales» que otros.

 


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