A veces, la realidad nos aborda sorpresivamente mostrándonos su lado mágico e irreal.
Un sábado cualquiera de esos que aparecen en el calendario sin previo aviso, decides realizar una actividad ajena a tu rutina diaria y el día se convierte en una cadena de sucesos quánticos, que nos llevan a presenciar diversas realidades en el mismo momento.
El centro de Caracas es una prueba de la existencia del multiverso, en un suspiro te pueden atropellar infinitas realidades, desde las muy cotidianas hasta situaciones extraordinarias que superan con creces las más sorprendentes escenas de nuestro realismo mágico.
Junto a dos amigos bajamos al «down town» caraqueño con el propósito de inspeccionar unas oficinas en un modesto centro empresarial, al llegar nos percatamos, cosa buena, de que no existen aparcamientos para los vehículos, por lo que uno del grupo se quedó en el que utilizábamos para mantenerse girando en movimiento perpetuo; el otro amigo y yo entramos al edificio, luego de vadear la maraña de personas que ejercen la buhonería con manteles tendidos en las aceras.
Los buhoneros, buhoneras y buhoneritos, que no son una especie de búhos chiquitos sino un grupo de niños que realizan trabajo infantil en compañía de sus padres, pregonaban sus mercancías sentados en el suelo, mientras el sol, despiadado, les arrancaba destellos incandescentes y amargo sudor, haciendo realidad la amenaza bíblica de ganar el pan con el sudor de su frente, aunque en nuestro caso la saña de Dios era tal que los castigaba haciéndolos sudar desde la frente hasta los pies, incluyendo sus genitales.
Sorprendidos, vimos como el sudor bajaba en diminutos hilos desde los pies de los buhoneros hasta las mantas, impregnando los objetos en venta, formando pequeñas corrientes de líquida tristeza, hasta convertirse en un torrente de sudor y lágrimas ocultas que arrastraba los desechos de papeles, bolsas y vasos plásticos hacia los drenajes obstruidos por la miseria.
Al entrar al edificio observamos que por las escaleras caía, conducida con destreza por un grupo de mujeres armadas con haraganes, una cascada de agua que arrastraba los restos calcinados del amor mercenario, practicado con la protección oficial, en el lupanar que funciona en el pent-house del edificio que la noche anterior resultó arrasado por un voraz incendio.
La conserje nos recibió, solícita y parlanchina, nos explicó que el color del agua se debía a los sacos de dólares que habían abandonado su condición de relucientes billetes para convertirse en negras cenizas.
Después de probar con el mazo de llaves, conseguimos abrir la puerta de la oficina, tapizada de recibos de cobro y cinta adhesiva, el piso lucia cubierto por una gruesa capa de polvo y olvido, acumulada por años de abandono, al igual que el resto del edificio; lo primero que observamos fue la falta del aire acondicionado, de uno de los cubículos, habían desprendido y desaparecido el aparato; considerando que desde el sótano hasta el tercer piso la altura supera los doce metros, pensamos que seguramente los bomberos lo habían utilizado para bajar la temperatura de las llamas del incendio.
Cuando nos disponíamos a levantar el croquis y las medidas de la oficina, repicó mi móvil, hablaba el compañero a cargo del vehículo, dijo que lo habían detenido unos uniformados y que debíamos ir a rescatar el carro por ser de mi propiedad.
Chapoteando en el lodo formado por los restos de los dólares incinerados, bajamos y a paso rápido cruzamos la avenida Bolívar en medio de un aluvión de personas con rostro angustiado que parecían estar fijadas al piso por la desesperación, acezantes llegamos al módulo de seguridad donde nuestro amigo nos explicó que intentó hacer un giro indebido, lo que acarreaba una multa y la detención del vehículo.
Hasta aquí nuestra magia tropical, al iniciar la conversación con el uniformado a cargo, empecé a vivir el realismo socialista, el uniforme del uniformado no lucía muy uniforme en su color.
La chaqueta raída y las botas carentes de brillo hacían juego, la miseria compartida las combinaba como muestra de la pobreza que sus portadores cargaban encima, lucían castigadas por un tiempo infinito, el pantalón estrecho parecía más reciente.
El remolque en que funcionan tenía el aspecto de una bodega de pueblo, en el estante de acero exhibían el producto de la requisa del día: medio cartón de huevos atado con un cordel rojo, un trozo de queso, una mano de cambur, unos plátanos y una bolsa de pan.
El oficial a cargo, luego de pedir mi cédula de identidad, me explicó que el amigo había cometido una falta grave, que ameritaba una multa en dólares, me miró interrogante y se reclinó en su silla esperando mi repuesta.
Esperé en silencio y él, inquisitivo, hizo lo mismo, estiró los brazos en gesto conminatorio, abrió las manos y levantó la cabeza como una iguana buscando el sol.
Decidí hablar y le dije: —Pues, oficial tendrá que ponerme la multa porque soy un pensionado y la pensión no llega hasta el mes que viene…
No se inmutó, parecía tener su guion ensayado.
—No se preocupe, me dijo, — estamos aquí para ayudarle…
Iluso creí que podía salir indemne del trance, le pregunté: — ¿Y cómo va a ayudarme oficial?
Se arrellanó en su silla, me miró directo a los ojos, con una sonrisa condescendiente, que yo creí que se debía a mi condición de hombre de tercera edad y me espetó un discurso sobre la inutilidad de pagar las multas, explicando que en nada contribuyen a la mejora de los servicios, según dijo, solo van a enriquecer más a los jerarcas del gobierno.
Tocó amigablemente mi pierna y sonriente me explicó en qué consistía su “ayuda”: — Vea, allí, en la avenida Universidad está “Farma td”, tráiganos una Cocacola de dos litros y una botella de agua, nosotros estamos aquí deshidratados, prestando servicio sin ningún apoyo y el sueldo no alcanza, usted sabe…
Salí del remolque y junto a mis compañeros decidimos complacerlos, al “infractor” le tocó ir hasta la farmacia por el pedimento.
Mi otro compañero, que se llama como el Papa y se parece a Bernabé, y yo permanecimos observando lo que sucedía a nuestro alrededor. Comentó mi amigo, didáctico y muy solemne: — Eso pasa en el socialismo, le quitan el valor al trabajo, eliminan el salario por ser una expresión de la explotación capitalista y se impone el rebusque y el mercado negro.
Sorprendido por tan inusitado discurso le seguí escuchando. El tocayo del Papa afirmó severamente: — Como todos sabemos que los sueldos no alcanzan, terminamos aceptando con naturalidad que cualquier funcionario utilice la extorsión a los ciudadanos para compensar el salario que el gobierno les niega.
@wilvelasquez
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