A la vida le caracteriza, como hemos mencionado en otras publicaciones, cierto grado de inercia. El hombre, tanto para bien como para mal, tiene una capacidad de adaptación que lo vuelve resiliente. Este aguanta la injusticia, frustración y cuanta ignominia se normalice en la sociedad. No obstante, cada cierto tiempo, ocurre algo particular: el hombre sueña con un mundo que todavía no es, pero lo palpa como si fuese una realidad. Solo él lo ve y pocos le creen, hasta que, con suficiente esfuerzo, otros empiezan a oír un llamado; algo dentro de sí mismos que no pueden precisar. Esto que no se puede describir en palabras exactas podríamos denominarlo el llamado del destino. Esa convicción que nos saca del letargo del día a día y “las cosas como son” para ir más allá. De lo que estamos hablando no es de una simple reforma o enmienda sobre lo conocido, sino, por lo contrario, la apertura de un nuevo ciclo histórico.
A nivel colectivo, las naciones pasan por esto varias veces en el transcurso de su existencia. Son los puntos de renovación que hacen frente a la decadencia de un estado anterior. Los ejemplos son vastos: desde la transformación de la república romana en principado hasta la disolución de la monarquía en Francia y los procesos independentistas en las Américas. Sea como sea, indistintamente del contexto, hay factores comunes que son conducentes a esta clase de transformaciones.
Todo gran cambio empieza con la identificación de un enemigo, este puede ser de naturaleza diversa: una institución, idea o estado de cosas. En la república romana fue el faccionalismo, en Francia fueron los excesos monárquicos y en las Américas el sistema colonial. La identificación del enemigo es la que sirve para solidificar la identidad de una causa naciente: la gloria y unidad de Roma frente al fratricidio de las facciones, la república y el ideal revolucionario frente a monarquías anquilosadas.
En paralelo, tal causa debe volverse humana. Lo que, es decir: encarnada en un liderazgo. Roma tuvo a Julio César y, subsecuentemente, a Octaviano, el “Augusto”, primer emperador de Roma. Francia tuvo a Robespierre y, tras el terror y los desmanes de la revolución, a Napoleón. Las Américas tuvieron a próceres como San Martín, Bolívar, Washington, entre muchos otros. Esta clase de líderes son los primeros en ver la nueva era por venir y los que la hacen ver a los demás.
Seguidamente, hay dos factores que se unen para solidificar la disposición de lucha por un nuevo estado de cosas: primero, un sentido de urgencia o desesperación; el sentir que la situación presente es inaceptable y no ha de persistir más. Segundo, la convicción inequívoca de que la causa por la cual se lucha es justa y amparada por la divinidad; una especie de fervor religioso que respalde la moral necesaria para soportar los embates del conflicto.
Contando con los elementos mencionados es que entonces surge la oportunidad para insertar el último factor: el acto de desobediencia. Dicho acto se ejemplifica perfectamente por el cruce de Julio César del río Rubicón entre lo que eran las Galias y la Italia romana, desatando así la guerra civil que conllevaría a la serie de eventos que transformarían a la república en un principado.
Si analizamos con detenimiento el caso de César veremos que se cumplen los factores mencionados. El pueblo romano tenía un hartazgo sobre las inequidades producidas por la avaricia de las facciones que querían repartirse territorios conquistados (definir un enemigo). Dicho pueblo encuentra en César, a pesar de ser aristócrata, un líder que los tomaría en cuenta bajo un solo mando (la causa encarnada). César sabía que su adversario, Pompeo, y el senado conspiraban en su contra y esperaban, como era regular en esa era, que César, al ser gobernador de las Galias por haberlas conquistado, cediera el mando sobre sus legiones (sentido de urgencia). Por último, en la madrugada antes de cruzar el Rubicón, César, dirigiéndose a sus legionarios, todavía dubitativo, vio cómo repentinamente un hombre esbelto arrebató una trompeta a un soldado y, tocándola con fuerza, cruzó al otro lado del río. César tomó este hecho como dirección de los Dioses (una causa justa refrendada por la divinidad) y procedió a Italia (el acto de desobediencia).
Lo más interesante es que cuando esta concurrencia de factores se da no hay vuelta atrás. La república romana se tornó un imperio. En Francia, la monarquía terminó disolviéndose bajo la sombra de la revolución y Napoleón. Los procesos independentistas de las Américas fueron irreversibles. Esto se debe a que los grandes cambios vienen acompañados por un sentido de inevitabilidad. Esto a su vez porque todo status quo cae en formas variopintas de letargo, mientras que la causa del cambio es riesgosa y vitalizadora. En un concurso de voluntades, los contrastes entre el status quo y el cambio se exacerban: respecto al primero, sus líderes luchan cada vez más por intereses miopes como cuotas de poder o comodidades, mientras que sus seguidores se fraccionan en apatía. Respecto al segundo, sus líderes luchan con la intensidad propia de los que siguen una causa que supera lo individual e invita a la grandeza, mientras que sus seguidores evangelizan sobre los méritos de la lucha y se autogestionan para colaborar.
A manera de conclusión, podríamos decir que las naciones cambian en lo material porque algo cambió primero en su espíritu. Es algo muy difícil de explicar no solo por lo paulatino y sutil que es, sino porque no es completamente racional en el sentido estricto de la palabra. Es como una semilla silente que se arraiga, echa raíces y que, al florecer, da pie a una fe inquebrantable que es capaz de darle un giro a las circunstancias, pues, como dijo alguna vez el samurái Yamamoto Tsunetomo: “El sentido común no puede lograr grandes cosas, solo puede transformarse en locura o desesperación”.
@jrvizca
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