«O lente, lente currite noctis equi!!” (Publius Ovidius Naso)
Parece increíble que a uno se le quede en la memoria una selección de recuerdos de un profesor, un familiar o un amigo. De la vida entera de una persona nos quedamos solo con una frase. A veces, a uno le recuerdan por una manía o un gesto curioso. Hace unos años, un verso oído en clase de literatura se me quedó grabado en la memoria. No sabría aún hoy explicar la razón por la cual esa línea de los Amores de Ovidio permanece en mi cabeza.
Yo no faltaba a clase porque quería aprender algo todos los días. Aquel día, quizás fue el gesto del profesor al coger sus gafas de lectura -que cambiaba constantemente con otras diferentes para observarnos a nosotros, sus alumnos- o quizás fue la seriedad conque recitó “corred lentos, caballos de la noche”, el caso es que me gustó. Creo recordar que repitió el verso, pero mucho más despacio: “corred lentos, caballos de la noche” y reflexionó en voz alta. Dijo que ese ruego lo hacía un poeta que leía mucho y solía leer principalmente por las noches. La petición, el conjuro, a los caballos para que trotasen lentamente permitiría al artista alargar su inquieta vida de lectura clandestina.
Ha pasado mucho tiempo, muchos caballos han trotado por la noche. Ya se sabe que algunos versos vuelven a repetirse en la cabeza e iluminan a los amantes de las letras en los momentos más tristes. He recordado la clase del profesor y aquel verso mientras leía, solo, esta noche. No sé si alumbrado o engañado, me vi a mí mismo retratado en la obra de Marlowe, yo era Fausto y suplicaba a unos caballos que no se diesen prisa. Quería que el tiempo no tuviese fin. Deseé ser inmortal como un crío y quise no caerme dormido. Soñé, tal vez, despierto, -no lo sé- que la noche sería larga, que las noches durarían semanas o meses. Pensé que podría leer todos los libros habidos y por haber; leer rápido varios libros a la vez. Creí, en fin, que Mefistófeles me otorgaría ese poder. Corred lentos, caballos de la noche.
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