Como todos saben, soy un anciano de 81 años en etapa terminal. Los viejitos como yo, por estar todo el día de vagos, acostumbramos a fastidiar a quienes nos rodean contando historias que generalmente no les interesan a nadie. No soy la excepción, así que en medio de tantas cosas feas que nos han pasado, considero que no está de más recordar y compartir algunos cuentos y anécdotas bonitas.
Corría el año de 1979 después de Cristo. Tenía yo una novia en San Francisco, California. Era venezolana, pero parecía gringa. Visité esa belleza de ciudad para pasar con ella la Navidad. Decidimos festejar el mes de diciembre haciendo un viaje por la costa de California.
Fue una excursión única, llena de bellezas naturales y de obras hechas por el hombre. Nos paramos en cuanto viñedo nos encontrábamos. Los vinos californianos aún no estaban de moda y en todas partes nos convidaban a degustar comida y catar vinos.
Lo cierto es que durante esa travesía llegamos a un pueblito llamado Pismo Beach, cerca de Los Ángeles. Sitio paradisíaco lleno de playas, restaurantes y paseos. Un día, caminando a la orilla del mar y mientras veíamos el atardecer, un reflejo en el agua llamó mi atención. Me acerqué para ver de qué se trataba. Una botella de vidrio tapada con un corcho, flotaba plácida sobre el agua. En su interior, un sobre esperaba ser abierto. Emocionante la cosa, ¿no?
Rescaté la botella y saqué la carta. Estaba en inglés y la firmaba un niño que decía tener siete años. En su inocencia, el pequeño escribió esa misiva colocando su nombre y su dirección. Decía que quería ser amigo de la persona que encontrara la botella que él había arrojado al mar. Me emocioné como si ese niño fuera yo y fue allí cuando se me ocurrió una idea: al llegar a Venezuela, le contestaría su carta haciéndole creer que la botella había viajado hasta allí.
En esa época, no lo olvidemos, en las casas, nadie tenía computadoras, ni celulares ni existían redes de comunicación. La carta la encontré en diciembre del año 1979. En enero de 1980, al regresar a Venezuela, la respondí.
Le dije al niño que hallé su botella en el mar, que flotaba en las aguas del estado Falcón, en Morrocoy, ubicada en la costa caribeña de un maravilloso país cuyo nombre es Venezuela. Le dije también que su botella había viajado hasta allí y que yo era el amigo que él quería conocer.
Mes y medio después recibí respuesta del niño y de sus padres, quienes no podían creer lo que había ocurrido. Me mandaron fotos de ellos y yo, por supuesto, les envíe fotos mías y del Parque Nacional Morrocoy.
Pasó el tiempo y perdimos el contacto, incluso, con nostalgia reconozco que ya no recuerdo su nombre. Cosa que lamento porque me habría gustado hacerle seguimiento a esta historia. Saqué la cuenta y ese niño, ahora, si está vivo, es un hombre de 49 años, quien a lo mejor es feliz recordando esta historia y contándosela a sus hijos. Hoy, yo también soy feliz recordando esta anécdota y doy gracias a que un día, un soñador, un niño esperanzado, lanzó una botella al mar con la certeza de que alguien la encontraría y leería su mensaje.
Si esta historia sirve de algo, podría ser para demostrar que hay que ir detrás de muestras ilusiones aunque el método que utilicemos sea (fíjense qué ironía) tan iluso como lanzar al mar una botella con un mensaje, con la fe de que arribará a buen puerto. Viéndolo bien, yo no mentí. Esa botella llegó a Venezuela. Hizo una corta travesía por el mar y otra en avión, en mi maleta de mano, en donde llegó hasta Caracas.
Entre tantas emociones, vinos, comida, paseos y mensajes en botellas, olvidé que debía hacerle el amor a mi novia y ella, frustrada y en venganza, me metió dentro de una botella y me lanzó al mar.
La verdad, no me ha ido tan mal. Han sido muchas las mujeres que me han rescatado en tantas playas del mundo. Yo diría que me va mar bien que el carrizo.
Menos mal que esa botella, a lo largo del tiempo, ha sido encontrada por muchas damas quienes me han recogido y cuando ven el mensaje que les traigo, le ponen el corcho y vuelven a lanzarme al mar.
Si en esta ocasión hay alguna dama interesada en sacarme de esta botella, por favor dirigirse al diario El Nacional. Allí estoy ahora. La última afortunada que me encontró en una playa nudista, meses atrás, fue mi jefa de página, la deslumbrante beldad Patricia Molina (Miss Diario El Nacional Impreso 1983). Ella y yo ahora nos encontramos pegados a otra botella, la de un coterráneo, el viejo Parr, porque hoy es 7 de marzo y celebro la vida. Celebro mi cumpleaños número 81 al tiempo que escribo mi biografía que, plagiando el título de algún poeta famoso, será: “Confieso que he bebido”.
@claudionazoa
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional