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Tierna Ley contra el Odio

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Ley constitucional contra el odio. Proyecto aprobado por la así llamada asamblea nacional constituyente. Dicha ley está pensada como instrumento eficaz para construir la república del amor. Platón se queda pequeño ante tan paradisíaco ideal.

Alguna vez me referí al lenguaje de los totalitarismos y sistemas afines. Mencionaba al efecto el término “neolengua” encontrado en algún libro. Alguien me escribió que era más apropiado utilizar la expresión “semántica invertida”, lo cual me pareció acertado. Lo cierto es que en aquellos sistemas se suele cambiar el significado de palabras como “paz”, “felicidad”, “amor”, “pueblo”, patriotismo”, solidaridad”, “terrorismo”. El vocablo reinterpreta entonces la realidad pretendiendo ocupar su lugar. Así, en la Venezuela de hoy el lenguaje de las cadenas presidenciales y de la propaganda oficial exhibe una semántica especial, que cristaliza también en burocracia, como un Viceministerio para la Felicidad, y ahora en legislación, como la tierna ley contra el odio.

Confieso que no me sorprenden (ello no significa que no me indigne o moleste) estos cambios, como tampoco las arbitrariedades, comedias o zarpazos del actual régimen de tipo totalitario-comunista, ya que este procede lógicamente. Sistemas de tal género (nazi, soviético, cubano, norcoreano…) teórica y prácticamente han seguido o siguen su lógica. Afirman determinados postulados de los cuales se desprenden conclusiones que no por crueles o monstruosas dejan de ser coherentes. Así, los campos de exterminio del nazismo y los gulags de la URSS no debían extrañar en sistemas que subhumanizaban a judíos y disidentes. La muerte moral venía antes de la física. A la despersonalización sucede la instrumentalización, la cosificación de los seres humanos.

Según la inversión semántica del régimen, “odio” viene a ser todo pensamiento, sentimiento o actuación que disienta de la orientación oficial. Y, por el contrario, “amor” es todo lo que se adecue a esta, en pensamiento, palabra y obra. La “ballena”, las bombas lacrimógenas, las balas utilizadas contra los manifestantes “terroristas”, “apátridas”, “imperialistas” (es decir, opositores) son instrumentos amorosos, delicadamente bolivarianos para la construcción de la paz. La guardia y la policía (¿nacionales y bolivarianas?), así como el Sebin y otros cuerpos armados, son tejedores de serena fraternidad, son todo corazón. De modo parecido, el Helicoide, «la Tumba» y Ramo Verde integran un oasis de plácida convivencia.

La comunicación social debe ajustarse al pensamiento oficial. La burocracia del régimen, Conatel al frente, tiene que eliminar todo obstáculo a una veraz información y una sana educación. La salud pública exige preservar al pueblo de todo contagio nocivo que altere la paz y la felicidad de la colectividad, mediante un control total (medios de comunicación social impresos, radiotelevisivos, redes). Por eso normativas como la ley constitucional contra el odio deben encarcelar (¡25 años todavía es poco!) a los que osen dividir, también en lo comunicacional, la unidad de la patria de Bolívar, discrepando malsanamente del ideario de la “revolución”.

Según el maniqueísmo materialista dialéctico del siglo XXI –amorochado, por cierto, con narcocorrupción– el bien, que se identifica con el régimen, no admite ninguna coexistencia con el mal (pluralismo, subjetividad, propiedad privada, espiritualidad…). Por eso se ha de tener el control total de la economía, la política y la cultura. No se pueden exhibir en contra, ni derechos humanos, ni Estado de Derecho, ni convenios internacionales. La “revolución” es lo primero; todo lo demás y, por supuesto, la persona individual, la familia y lo asociativo grupal deben someterse a la causa común. Y, a la cabeza del partido oficial, el comandante, gran jefe, ha de tenerse como el intérprete supremo de la verdad, del bien, de la patria.

La ley constitucional contra el odio es, pues, un instrumento eficaz y lleno de ternura para clonar al “hombre nuevo” del sistema monolítico totalitario comunista.

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